Pentecostalismo a la chilena, de Juan Sepúlveda – Por Luis Aránguiz

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A principios del año 2024 comenzó a circular la noticia de que ha aparecido un nuevo libro sobre pentecostalismo: se trata de Pentecostalismo a la chilena, de Juan Sepúlveda. La obra ha sido publicada bajo el sello de Ediciones Universidad Alberto Hurtado finalizando 2023, consta de ocho capítulos, y viene acompañada de un sintético y apropiado prólogo del reconocido especialista en pentecostalismo global, Allan Anderson. Esto ya nos indica un primer rasgo, y es que se trata de un libro que está dirigido a un amplio público, y no solo al lector pentecostal. Tras ello está el esfuerzo -logrado, desde luego- de preparar una obra lo suficientemente robusta en contenido que, al mismo tiempo, sea una introducción general.  

Una mirada al índice permite ver que la obra abarca varios temas: partiendo desde un acercamiento global al movimiento pentecostal, luego se indaga en las particularidades del caso chileno tocando su raigambre misional metodista, sus rasgos teológicos propios, su relación con el ecumenismo, con la religiosidad popular y con la sociedad chilena. Esta perspectiva panorámica es un segundo rasgo del trabajo, y habría que decir que se debe, también, a que se trata de una obra de madurez. En efecto, el contenido del libro se sustenta sobre una larga trayectoria de investigación y publicaciones especializadas, varias de ellas en inglés, cuyos resultados han encontrado aquí su cauce divulgativo para el púbico de habla hispana.

Además, este libro tiene a lo menos un tercer rasgo, y que guarda relación con la propia biografía del autor. Sepúlveda es teólogo chileno, pero también pertenece al pentecostalismo chileno y, por lo tanto, le es posible ofrecer una exposición “desde adentro” del movimiento. Esto podría parecer obvio, pero no lo es si se considera que las investigaciones predominantes sobre el tema usualmente son producidas desde las perspectivas de las ciencias humanas y sociales, y no desde la teología. Y, si a eso se añade que Sepúlveda no es un observador, sino que es un miembro de la comunidad pentecostal, entonces la obra tiene un doble significado: es una presentación teológica, que emana desde el pentecostalismo chileno, y que puede «hablar» en sus propios términos e ideas.

En cuanto a su contenido, como ya se ha dicho, el libro toca una serie de tópicos que, en general, son conocidos y pueden encontrarse con poca dificultad si se pone atención al discurso pentecostal. La particularidad de su tratamiento reside en que busca explicar los posicionamientos acerca de estos asuntos ciertamente integrando los análisis previos que se han hecho desde otras disciplinas, pero poniéndolos bajo la luz de la teología. De esa manera, esta obra también procura estar en diálogo interdisciplinario con las observaciones de quienes no pertenecen al movimiento, a fin de afinar, explicar y profundizar algunas de sus conclusiones. Este podría considerarse un cuarto rasgo distintivo del libro.

Quisiera llamar la atención sobre algunos de los aspectos que esta obra explora. Al decir pentecostalismo “a la chilena”, no se dice simplemente una relación identitaria entre la comunidad pentecostal y una cierta “chilenidad” -que, en todo caso, existe. Ese descriptor remite a una cuestión más compleja y no lo suficientemente reconocida, de la cual hay poco antecedente previo en el terreno del análisis de las creencias propias del movimiento (al respecto, recuerdo el libro de Víctor Sepúlveda Fernandois, La pentecostalidad en Chile, 2009). De hecho, si hay algo que la obra de Juan Sepúlveda logra establecer exitosamente y que debiese marcar la reflexión sobre el pentecostalismo chileno, es precisamente el hecho de que en el movimiento surgido desde el avivamiento en 1909 en Valparaíso, hay notas muy específicas que pueden discernirse mejor si se atiende a las creencias que están detrás del movimiento y de quienes fueron sumándose a sus filas. Al respecto, tocaré dos casos.

El primer caso tiene relación con la definición misma de lo pentecostal. Es bien sabido, y Sepúlveda también lo explica así, que uno de los distintivos de la teología pentecostal, emanada desde Estados Unidos, es la idea según la cual la experiencia del “bautismo del Espíritu” tiene como evidencia física inicial el “hablar en lenguas”. Es decir, quien no habla en lenguas, no puede decirse que tenga la experiencia pentecostal. Huelga decir que una noción tal puede generar exclusivismos al interior de las comunidades pentecostales, lo que no ha estado exento de discusión (como ejemplo, en su libro Pentecostalism as a Christian Mystical Tradition, 2017, Daniel Castelo ha problematizado este punto). Sepúlveda examina esta postura y algunos de sus problemas, para luego pasar al caso chileno, y es aquí donde surge un distintivo local de gran importancia, y es que en Chile los pentecostales no consideraron que las lenguas fueran la única evidencia del bautismo del Espíritu. Para argumentar el punto, Sepúlveda indaga en la constelación de ideas tras el caso del matrimonio Hoover en Valparaíso, y constata que esta creencia puede deberse a la influencia del avivamiento de India encabezado por Pandita Ramabai, quien no aceptaba la doctrina estadounidense respecto a este tema. Naturalmente, no restringir el bautismo del Espíritu solo a una evidencia, permitió que en el caso chileno muchos puedan afirmar tener dicha experiencia, la cual tiene como nota principal el empoderamiento para la misión y la prédica, y no el hablar lenguas.

Un segundo caso que cabría mencionar es la relación, generalmente tensa -y ocasionalmente también críptica- del pentecostalismo chileno con otras tradiciones y sus rasgos. En específico, me refiero aquí al ecumenismo y a la religiosidad popular. En cuanto al ecumenismo, en el pentecostalismo chileno, salvo excepciones, se ha visto una reticencia permanente a entrar en relación con otras denominaciones. Incluso, en ocasiones hay cuerpos eclesiásticos que evitan relacionarse con sus pares pentecostales. Como es bien sabido, el movimiento ecuménico buscó establecer puentes entre distintas iglesias, incluyendo la católica romana, razón por la cual los pentecostales tenían suficientes razones para dudar de su participación. Pero Sepúlveda observa cómo, en el principio, el movimiento pentecostal a nivel global tuvo un carácter ecuménico en el sentido más amplio del término (esto es, la universalidad), dado que se produjo un clima de cooperación entre distintas denominaciones que estuvo acompañado de una importante diversidad cultural, la suspensión de barreras raciales, sociales y de género (negros y blancos juntos en un EE.UU. racista, mujeres predicadoras, ricos y pobres, entre otros). Si nos retrotraemos al caso chileno, vemos que en el principio el movimiento ocurrió no solo en la Iglesia Metodista, sino que se extendió al presbiterianismo en Concepción y a la Alianza Cristiana y Misionera en Valdivia. Desde luego, parece que aquí hay algo que el movimiento en Chile comenzó a dejar de lado con el paso de los años.

En cuanto a la religiosidad popular, ha existido por largo tiempo una idea según la cual los pentecostales conservan más del catolicismo popular de lo que están dispuestos a aceptar. No es desconocido que los primeros conversos pentecostales eran por definición chilenos que tenían una matriz religiosa católica y que, como provenían de sectores populares, de lo que se trataba era específicamente de un catolicismo popular. Al respecto, un ejemplo que Sepúlveda explora es la lógica del pago de “mandas”. En el catolicismo popular existe la práctica de solicitar algún bien a un santo -por ejemplo, una sanidad- y que, si el santo la concede, entonces se le promete una retribución. Del mismo modo, se aprecia en el discurso pentecostal una tendencia a un relacionamiento semejante, pero ya no con los santos o la Virgen, sino con Dios. No será desconocida para un asiduo a los cultos, una frase testimonial del tipo “le prometí al Señor que si me sanaba, le serviría todos los días de mi vida”. De tal suerte, al mismo tiempo que ha habido una tendencia a negar lo católico romano, perviven de manera estructural elementos de esa procedencia en las creencias.

Tópicos como estos pueden encontrarse abordados con un cuidado disciplinario teológico, al mismo tiempo que complementados con los frutos de otras investigaciones.  Así, esta obra es un trabajo accesible tanto para quienes no conocen el movimiento, como para quienes tienen alguna familiaridad con él ya sea por razones académicas y/o biográficas.

En cuanto al público específicamente pentecostal, cabría agregar que el libro ha logrado ofrecer pistas suficientes como para abrir un debate amplio, porque aborda con claridad, prolijidad y sin tapujos una serie de temas que pueden suscitar múltiples concordancias y discrepancias en cuanto a las definiciones internas de quienes componen este diverso movimiento. En tal sentido, el libro es desafiante para la autocomprensión de quienes se identifican como pentecostales chilenos y convoca a una discusión de altura sobre su teología y rasgos propios.

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