Creo en el Espíritu Santo, en días de pandemia – Por Luis Aránguiz

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*Por Luis Aránguiz Kahn

En el credo niceno-constantinopolitano, uno de los documentos más preciados de la tradición cristiana y formulado en el año 381, se afirma que los cristianos creemos: “En el Espíritu Santo, Señor Vivificador, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo es juntamente adorado y glorificado, y que habló por los profetas”. Esta afirmación fue una respuesta concluyente ante una serie de controversias teológicas que debatían sobre la persona del Espíritu Santo y, por ello, también cabe recordarla especialmente en los albores de la celebración del día de pentecostés.

Pero este pentecostés del año 2020 es distinto al de años anteriores. Nos encontramos en medio de la primera pandemia del siglo XXI con un virus que, como es esperable, no reconoce fronteras de ningún tipo. Los modos de afrontarlo son diversos. El virus desafía a creyentes y no creyentes, a los que tienen esperanzas en algo -lo que sea- y a los que no la tienen en absoluto. Así las cosas, ¿qué implica decir “Creo en el Espíritu Santo” en días de pandemia mundial?

Como es sobradamente sabido, Pentecostés fue la ocasión en la que descendió el Espíritu Santo (Hch. 2, 1-4) para dotar de poder a los que habían aguardado su llegada con fe, por instrucción de Jesucristo. Fue en este acontecimiento que se impartió a los creyentes una serie de dones espirituales que le dieron una poderosa impronta a los primeros cristianos: hablaban milagrosamente en otros idiomas, algunas personas recibían portentosas sanidades a través de ellos, entre otras cosas. De este modo, Pentecostés ha solido verse siempre como una manifestación portentosa del poder milagroso de Dios operando entre los hombres como nunca antes había ocurrido. Y es por ello que, para muchos, decir “creo en el Espíritu Santo” podría ser el equivalente a decir “creo en el poder de Dios para hacer milagros”.

Pero sería un error reducir la obra del Espíritu Santo simplemente a los milagros. Pues, de ser así, cuando alguien pregunta “¿Y dónde están los que tienen el poder de Dios ahora para sanar en una pandemia?”, la única respuesta honesta que se podría dar, mirando las cifras de muertos, es callar. Afortunadamente, Pentecostés fue mucho más que eso. Cierto es que quedó manifiesto el poder de Dios, pero lo más importante no fueron estas señales, sino el hecho de que el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad, Dios mismo, descendió para acompañar y guiar en la historia a los creyentes.

“Creo en el Espíritu Santo” significa, entonces, en primer lugar, creer que Dios mismo habita entre nosotros. No desciende solo en ciertos tiempos como ocurría en el Antiguo Pacto, antes de la venida de Cristo. Tampoco está entre nosotros por un período breve, como lo estuvo el propio Jesucristo. No, quien cree en Él, cree que Él le acompaña y no solo eso: cree que el Espíritu Santo habita en su interior como si habitase en un templo (1ª Cor. 3, 16). Y aún si este templo hubiese de morir, como ocurrió con el propio Cristo, a su tiempo, también como Cristo, el templo que somos nosotros habrá de resucitar (1ª Cor. 15, 21). Por ello bien llama el credo niceno-constantinopolitano al Espíritu Santo “Señor Vivificador”. Con él nos viene la vida de Cristo, él nos vivifica (2ª Cor. 3, 6).

“Creo en el Espíritu Santo” significa, en segundo lugar, una profunda fe en el misterio trinitario. ¿Qué relación puede tener eso con la circunstancia actual? El Espíritu Santo es adorado y glorificado, como señala el credo, porque es uno con el Padre y con el Hijo. Cuando oramos “Padre nuestro”, no estamos simplemente invocando a un Dios lejano. El Padre se hace presente en la vida de la Iglesia y los creyentes a través de la obra salvífica del Hijo y de la presencia de su Espíritu. Creer en el Espíritu Santo significa confiar que un Dios providente orienta amorosamente la vida de sus hijos de tal manera que incluso en nuestra debilidad, Él intercede por nosotros (Rom. 8, 26). Del mismo modo, ya que lo amamos como Padre, todo lo que nos ocurre, incluso lo que nos parece ir contra lo que consideramos saludable, ayuda para bien (Rom. 8, 28). Tanta es la relación entre el Padre Nuestro y el Espíritu Santo que, antiguamente, había quienes consideraban que pedir a Dios “venga tu reino” era equivalente a decir “Que venga tu Espíritu Santo y que nos purifique” (Máximo el Confesor, s. VII).

“Creo en el Espíritu Santo” significa, en tercer lugar, confiar en el testimonio de las Escrituras. Él es quien inspiró a los profetas (2ª Tim. 3, 16) y habló mediante ellos a lo largo de los tiempos, como señala el credo. Él es quien reveló a la humanidad el modo en que Dios deseaba tratar con nosotros. Por ello, todas las promesas relativas a la resurrección, a la vivificación que nos viene por el Espíritu Santo, a la obra de Cristo, al cuidado paterno de Dios, nos vienen por las Escrituras que él inspiró. Es de este modo que Él nos guía a la verdad (Jn. 16, 13), verdad que es Cristo mismo. Creer en el Espíritu Santo es confiar en que Dios ha deseado revelarse por amor y para amar, para una relación recíproca de amor con nosotros. Y ese amor que sobrepasa todo entendimiento (Ef. 3, 19), toda noción típica, es el que nos permite confiar en Dios.

Creer en el Espíritu Santo y todas las verdades que el credo con tanta claridad consagra nos lleva a un último aspecto que toca lo más profundo de nuestra propia vida. Muchos son los vicios con los cuales un cristiano lucha. Su vida es un camino constante por vencer el pecado por la Gracia de Dios y así caminar a una comunión más íntima con Él. En esa trayectoria, a veces dificultosa, no exenta de caídas, hay un aprendizaje en el que el cristiano cultiva una relación con Dios, y de ese cultivo luego nace un fruto. A ese fruto el apóstol Pablo lo llamó “fruto del Espíritu” (Gal. 5, 22). Se contrapone a todos los vicios. Este fruto es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza. Creer en el Espíritu Santo es desear ardientemente tener su fruto. 

Pero el fruto del Espíritu no es resultado de un esfuerzo humano de pura voluntad. Viene por la Gracia de Dios operando en nosotros. El fruto no es obligatorio. Bien enseñaba un viejo padre de la iglesia que “El alma que practica la virtud por inspiración del Espíritu, no necesita una ley que le amoneste” (Juan Crisóstomo, s. IV). Al contrario, el fruto nos sitúa por sobre la obligatoriedad de la ley, no porque esta sea perversa, sino porque la trasciende, es superior a ella. Contra tales cosas, dice Pablo, “no hay ley”. Como todo fruto, el fruto del Espíritu crece naturalmente, toma su tiempo, madura lentamente hasta alcanzar su punto de perfección.

En medio de esta pandemia y cercanos a Pentecostés, decir “Creo en el Espíritu Santo” es una declaración de un perfecto amor que echa fuera el temor. Porque creer en el Espíritu Santo no es confesar fe en una abstracción. Es confesar la fe en la resurrección espiritual y física, la fe en un Dios Padre con el cual tenemos un vínculo filial que se ha concretado por el sacrificio de su Hijo Unigénito, es confesar que confiamos en las promesas que por inspiración divina se nos han entregado en la revelación de las Escrituras.

 ¿Qué relación guarda eso con el virus? Aparentemente, ninguna. Pero en realidad, toda. Porque el virus trae la sombra de la muerte a millones de personas, trae como consecuencias la desolación, la falta de esperanza, la desesperación, incluso la maldad, entre tantas otras cosas. Pero el Espíritu Santo trae consigo su divino fruto. Y el cristiano que cree en el Espíritu Santo lleva ese fruto, no importando el proceso de maduración en el que esté.

Confesar hoy “creo en el Espíritu Santo” es pedir que su fruto crezca y madure en nosotros, es creer que en medio de toda esta pandemia y ante el temor que genera, hay amor; contra la amargura, el gozo; contra la tensión, la paz; contra la desesperación, la paciencia; contra el mal, la benignidad; contra la perversidad, la bondad; contra la incredulidad,  la fe; contra la intemperancia o el enojo, la mansedumbre; contra el desenfreno, la templanza. Para todos los males mencionados, hay medidas estatales, sanciones sociales y morales. Pero para los bienes del fruto del Espíritu, no hay ley. En este Pentecostés pandémico, creer en el Espíritu Santo es saber que la muerte tan horriblemente solitaria que acecha no será el fin para la comunidad que ha confiado en las promesas paternales de un Dios de amor. Y ese amor incomprensible que excede toda finitud es, por ello mismo, la mayor muestra de su poder.

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