Del encanto al desencanto pentecostal – Por Miguel Ángel Mansilla

Conferencia Internacional de Pastores en la Iglesia Evangélica Pentecostal Sargento Aldea, Santiago, 2012.

Miguel Ángel Mansilla*

Nota introductoria

El presente texto es la reproducción completa del capítulo final «conclusiones generales» del libro de M. A. Mansilla La buena muerte: la cultura del morir en el pentecostalismoSantiago: Editorial RIL y Universidad Arturo Prat, 2016. 412 pp.

La obra es el resultado de la tesis doctoral en antropología del Dr. Mansilla, que consiste principalmente en un análisis sistemático de la cultura de la Iglesia Evangélica Pentecostal y de la Iglesia Metodista Pentecostal, mediante la revisión metódica de órganos institucionales como las revistas Chile PentecostalFuego de Pentecostés, con énfasis en los años 1930-1940 y 1970-1980 . Consideramos que las conclusiones generales de la obra son de fundamental importancia para comprender las transformaciones que ha vivido el pentecostalismo en Chile y pueden ser relevantes no solo para promover el análisis académico sino, también, para proveer herramientas de  análisis que los propios creyentes pueden utilizar en la comprensión de su historia y teología. Agradecemos al Dr. Mansilla el permiso de publicación de tan valioso extracto.

L.A.K.

Conclusiones generales – Del encanto al desencanto pentecostal

La muerte habla por la vida. Los vivos hablan por los muertos para referirse a la vida que dicen que vivieron sus muertos. En este estudio destacamos que la muerte estaba situada en el centro de la cultura pentecostal, algo que no se puede conocer entrando, como lo han hecho la gran mayoría de las investigaciones que existen hasta ahora, partiendo desde la observación de las ritualidades mortuorias y funerarias. Nosotros hemos querido partir conociendo e interpretando los símbolos y significados de la muerte, manifestada en los distintos relatos de vida, para conocer la vida de los pentecostales. Quisimos conocer la cultura del morir para conocer la cultura del vivir.

            La muerte fue representada por distintas metáforas que aluden desde la muerte trágica, la ominosa, a aquella que necesita de mayor presencia de la comunidad por el dolor que involucra. Partiendo desde la alusión a la idea primigenia del cristianismo, considerando el cementerio como un dormitorio, se subraya que los muertos van a dormir al cementerio hasta el momento de la resurrección. Esta idea queda impresa en la Biblia y es tomada desde la cultura griega, la muerte como el dulce sueño. Pero en el pentecostalismo los muertos van a dormir al cielo. Es una muerte-viaje, que significa espontaneidad por la partida y el periplo a la presencia eterna del tiempo primigenio y el espacio mítico, al lado de Dios; el acceso a una mansión celestial como una satisfacción diferida ante la ausencia de vivienda en la tierra. Es un espacio de coronación, que es el final de la jornada, el lugar de la antorcha encendida y del laureo; aquí no hay lugar para lo terrible y lo trágico, no hay espacio para la guadaña, sino para el galardón; esperando la muerte como condecoración a héroes andrajosos.

          Se concibe la muerte como descanso, que es la idea de metaforizar la muerte como jubilación, una utopía del fin del trabajo, un lugar donde no existen más las necesidades. Por lo tanto, es un tiempo-espacio de la libertad absoluta. Mientras que en la tierra el ser humano se desnaturaliza, es un ser malo, egoísta, competitivo y acumulador de bienes, el cielo es un espacio comunitario y feliz, desalojado de la humanidad terrena. Es un llamado a través de un ángel de la muerte. Dios le avisa al moribundo de su viaje sin retorno, para preparar a la familia y a la comunidad. Por ello se resalta la necesidad de que existan en la Iglesia aquellas personas expertas en discernir los signos de la llegada del ángel de la muerte. Pues nunca será un fenómeno imprevisto para los que están atentos a las señales de Dios. El conocimiento de la cercanía de la muerte significa que las personas mueren cantando: la muerte no es nada más ni nada menos que un sueño. Al ser un acontecimiento anunciado, permite perderle el miedo y el terror, y por ello los ritos mortuorios adquieren connotaciones sociales y políticas distintivas.

En virtud de todo lo anterior, los ritos funerarios pentecostales adquieren una profunda significación proselitista; la muerte sirve para evangelizar, aún en su muerte el pentecostal “gana almas”. Por tanto, los ritos funerarios adquieren connotaciones proselitistas y el lecho mortuorio sigue siendo un acto público. Al ser la muerte un acontecimiento sabido, prepara psicológicamente a los familiares y la enfrentan con serenidad. Además, el velatorio y los funerales son transformados en un tiempo cúltico, en el que la muerte genera vida y la comunidad se reproduce: es decir, frente a su acaecimiento, los familiares tienen la oportunidad de escuchar el mensaje pentecostal y son interpelados a convertirse.

La muerte de un familiar era un tema serio, pero el velorio se hace más bien como una festividad, en que abundan los cantos religiosos, cenas y el compartir, pero alejado y ausente el alcohol y el tabaco. Se resalta la vida del finado como una victoria sobre la muerte, y los sermones hablan del pronto reencuentro de los familiares con el viajante. De modo que la muerte no es más que una breve separación para juntarse en el cielo. Esto implicaba ser consciente de la precariedad y la brevedad de la vida, lo que inducía a estar preparado. Una vez que al muerto se le ha sepultado, ya no hay más responsabilidad sobre él o ella, pues su espíritu se fue al cielo (Campos Elíseos) y su cuerpo a la sepultura (Hades).

Tanto el velorio como el funeral se transformaron en espacio de predicación y conversión. El gran deseo de un pentecostal es que hasta su funeral sea un “ganador de almas”, porque la muerte y la vida no son fenómenos esencialmente diferentes, sino dos caras de la realidad humana: la muerte produce vida y la vida produce muerte. La muerte de un fiel dejaba un vacío en la comunidad; por lo tanto, había que cubrir su vacío con la llegada de nuevos miembros, y los más proclives en estos momentos eran los familiares del finado.

          En el contexto interno, las divisiones del pentecostalismo, las luchas de poder, la muerte de los fundadores y los pentecostales descarriados y, en el contexto externo, las crisis políticas, sociales y económicas produjeron fuertes anhelos por la muerte como una forma de protesta. Ellos no estaban inmunes a la muerte prematura de sus miembros, caracterizados por la pobreza y la miseria. Se vieron obligados a reinventar un discurso plausible sobre la muerte. La imaginación de espacios posmortuorios paradisíacos tranquilizó la conciencia frente a la cercanía fantasmagórica de la muerte. El requisito más seguro de entrada al cielo y la exoneración del infierno era ser pentecostal. Estos espacios posmortuorios cumplieron distintas funciones sociales y simbólicas.

La vida del pentecostal, pobre entre los pobres, resultaba ser tan dura que no podía vivirse en la crudeza de la pura realidad, se requerían recursos simbólicos para soportarla y enfrentarla, no solo como promesa esperada, sino también vivenciada. Estos recursos simbólicos se localizaron en el cielo. Para la concepción pentecostal el cielo es un espacio real y mágico en donde los oprimidos virtuosos serán recompensados por su ascetismo y su vida anacoreta en la tierra. El cielo no es solo una promesa post mortem y futura, sino que también puede ser experimentado aquí en la tierra como un tiempo y un espacio mágico, que es construido por el Espíritu Santo en el corazón de cada creyente, en la comunidad pentecostal, en los cultos familiares, en la oración, en la lectura bíblica, en la predicación callejera y en las vigilias. Es decir, existe un cielo diferido y un cielo vivido, así como existe un infierno vivido y un infierno diferido.

            En el cielo diferido solo entrarán los pentecostales virtuosos. Esta concepción paradisíaca viene a cumplir dos roles fundamentales en el discurso religioso: un rol como esperanza y consuelo para soportar la injusticia social, la opresión y la miseria; y otro como control social sobre el alcoholismo, la sexualidad extramarital, la violencia y el ocio. Por otra parte está el cielo vivido, que es vida y muerte. Para vivenciar el cielo vivido hay que morir a través de los distintos ritos de la muerte simbólica, como el bautismo y la santa cena. El tiempo también es relativo: el pasado era considerado muerte y en el presente, la muerte ronda por doquier, mientras que en el futuro la muerte se convierte en vida eterna. En contraste, el paraíso vivido solo es vida para aquellos que vivencian los ritos y logran aceptar el paraíso diferido.

          El cielo es el espacio mítico, como el “y vivieron felices por siempre” que aparece en los cuentos de hadas, felicidad que los pobres viven escasamente en la tierra. La felicidad se basa en la satisfacción de las necesidades básicas, por ello el cielo es ese espacio ideal deseado y nunca satisfecho en la tierra. Por el contrario, el infierno es el espacio de la necesidad multiplicada exponencialmente; representa la sumatoria de los miedos y, peor aún, un lugar del cual no se puede salir. Por ello, el infierno como discurso resultó tremendamente eficiente para la prédica pentecostal; al infierno no solo se iba por pecador, sino también por la desidia proselitista. El miedo al infierno fue el arma más poderosa para lograr que los conversos abandonaran prácticas transgresoras y adoptasen otras consideradas importantes para el grupo. Fue el látigo del fuego lo que encendió la pasión pentecostal por la predicación.

La recomendación era prepararse cada día para morir, ya sea físicamente o a través del premilenarismo (arrebatamiento). El mayor miedo era la muerte súbita, por el terror de ir al infierno. Se concibió el infierno como una entidad cosmológica. Las imágenes dantescas del infierno cumplían tres funciones: primero, una función disuasiva, porque al describirse el erebo como un lugar de fuego, oscuridad y de sufrimiento, blandea cualquier acto pecaminoso o deseo de vicios. Segundo, como punición simbólica: el infierno es para los otros, los pirrónicos, aquellos que no creen en el mensaje pentecostal. Por último, es un dilema del más allá. La idea de predicar sobre el averno era exponer las “penas del infierno” y terminar predicando sobre los laureles paradisíacos. De manera que los transeúntes no tenían dudas en la elección y terminaban aceptando la oferta pentecostal. Pero también era una forma de estimular la predicación, concebida como una prescripción para alejarse del infierno.

El infierno se transformó en un espacio de control, disciplina y castigo. Los hombres catecúmenos habían sido alcohólicos, delincuentes o violentos con su familia, y quienes no abandonaban estas talegas tenían como destino el infierno. A las mujeres se les exigían rigurosos controles sobre el cuerpo, especialmente vinculados con la bisutería; debían usar largos y anchos vestidos para evitar exhibir el cuerpo. Dichos controles les permitían diferenciarse de la vestimenta masculina. Se enfatizaba una fuerte demarcación de género a través de la forma de vestir. Quienes no cumplieran con las exigencias rituales y demarcatorias estaban expuestos al infierno, y para ello sobran los ejemplos y testimonios de los visitadores a este lugar de ultratumba.

Sin embargo, el infierno no era solo un espacio infausto para el más allá; también varias representaciones se vinculan con el más acá: era la condición experimentada por las personas como producto de la pobreza, la miseria y la explotación. Esto se veía aumentado con la enfermedad, el desempleo o la pérdida prematura de algún familiar. El infierno tenía una existencia real para los pobres, por lo tanto, muchas de las descripciones del más allá infernal eran más bien una proyección del más acá. También los conversos daban testimonio de su vida anterior como una vida infernal. El pasado para un pentecostal converso era otra asociación con el infierno, una muerte de la conciencia y con el dolor constante. Frecuentemente se escuchaba decir: “Antes, cuando estaba en el mundo, estaba muerto en delitos y pecados”. Esto implicaba también una crítica al catolicismo como una religión dominante y excluyente de los pobres. El pentecostalismo representó una estrategia de defensa frente a la discriminación, la intolerancia religiosa y la violencia física que los pentecostales sufrieron en los distintos lugares durante el siglo XX, hostilidad que hemos llamado pentecosfobia. El infierno predicado por los pentecostales era un espacio favorito a donde se enviaban a los incrédulos acusados de impíos (injustos) e inconversos. El infierno es la muerte eterna (mientras que el cielo es la vida eterna). Es el espacio en donde la explotación y la opresión es absoluta: no hay derechos, ni justicia, ni libertad. Los pentecostales podían enfrentar la muerte cara a cara y sin miedo, porque estaban seguros de que estaban libres de aquella muerte horrenda reservada para los que no creen, ni viven según los principios bíblicos.

            Desde 1909 hasta 1932, podemos encontrar una igualdad entre los muertos; todos los pentecostales muertos son iguales (en el obituario de la revistas). Sin embargo, a partir del año 1932, hubo cambios a este respecto. Diversos acontecimientos: el cisma en el pentecostalismo que derivó en la Iglesia Metodista Pentecostal (IMP) y la Iglesia Evangélica Pentecostal (IEP), la muerte de uno de los líderes fundadores del movimiento en el año 1933, y posteriormente la muerte de Hoover, en 1936, produjeron un cambio rotundo en la cultura pentecostal sobre la concepción de la muerte: puso al pastor pentecostal en un umbral superior de la comunidad de hermanos, pasando de la fraternocracia al pastorcentrismo. Desde esos años en adelante se inicia una diferenciación no solo externa sobre la muerte (con el catolicismo), sino también interna: ahora aparecen los muertos honorables (pastores) y los muertos simples. Ambos conviven, y esta convivencia entre los grandes muertos y los muertos simples persiste (desde el año 1932) hasta el año 1986.

Los pentecostales, a contar del año 1932, encontraron una nueva forma de enfrentar la muerte, ahora como memoria colectiva. Las revistas se transforman en un panteón de héroes, heroínas y buenos muertos, lo cual permite resaltar la identidad pentecostal como un grupo religioso pentecostante que ha tenido que recorrer un largo éxodo por el desierto de la intolerancia religiosa en Chile, y se resalta la teodicea del sufrimiento, como resistencia a la pentecosfobia. En esta etapa, la muerte se enfatiza a través de la memoria de los pastores, se construyen lápidas mortuorias, poesías elegíacas, cenotafios y acrósticos mortuorios. A través de la poética mortuoria se resalta la teodicea del sufrimiento, en el cual aparece el pastor como modelo pentecostal, y con su muerte se le destaca su biografía como memoria colectiva. En esta memoria se resaltan dos dimensiones simbólicas del pastor: una dimensión mítica referida a los mitos fundacionales, y una dimensión social llena de imágenes supletorias.

En una dimensión mítica, el pastor-héroe es la imagen del pastor como un ser condicionado por el drama que lucha por el bien contra el mal. El pastor-vicario es la idea de que a los pastores los rodea el sacrificio individual y familiar. El pastor-monumento se destaca por su ambigüedad: son seres pequeños, pero una vez muertos se constituyen en seres grandes e inmortales. Las imágenes míticas son como la beatificación que hace la comunidad sobre un pastor que vivió como servidor de ella, con una vida heroica y casi sobrehumana, luchando contra las condiciones intolerantes de la religión oficial y la tradición religiosa. A estos líderes religiosos se les recuerda con imágenes sobrenaturales y magníficas, así como los héroes cristianos que predicaban en condiciones de persecución. Aunque las condiciones de esta comunidad son distintas, su lucha contra la intolerancia y la persecución son vistas como similares.

En cuanto a las imágenes supletorias encontramos al pastor como maestro, como padre y como obrero. El pastor-maestro enseña a los creyentes poniendo su vida como ejemplo de sacrificio, transformación de vida y movilidad sociorreligiosa. El pastor-padre es aquel que viene a suplir al padre ausente y suple los bienes materiales y simbólicos de los conversos. Como padre, los pastores se presentaron como modelo de masculinidad. El pastor se presenta como guía y modelo de hombre y padre, enseñándole al hombre responsabilidad frente a la familia y la vida; a tomar decisiones cuyas consecuencias tienen repercusiones individuales y familiares, inmediatas y a largo plazo. El pastor-obrero aparece en el recuerdo de que en los campos, los pastores pentecostales no fueron patrones, sino campesinos; en la ciudad no eran patrones, sino obreros. Y a medida que se extendió hacia el sur y al norte de Chile, por las caletas pesqueras, su modelo fue de pescador y agricultor. Cada uno de estos modelos fue reforzado en la Biblia. En el contexto minero, los pastores eran obreros que fueron a salvar obreros. Sin embargo, no creaban conciencia de clase, desincentivan los sindicatos, las movilizaciones, protestas y huelgas, consideradas como actos demoníacos. El pastor, especialmente el de la IEP, aunque no tenía ni quiso tener conciencia de clase, era de la misma clase que los obreros y utilizaba el mismo lenguaje del trabajo: “obrero de Dios”, “siervo de Dios”, “hermano”, “cuerpo de voluntarios”.

          En cuanto a la memoria de las mujeres, encontramos a las pastoras, que son las esposas de los pastores, pero que en realidad también son líderes religiosas con autonomía de predicación, sobre todo fuera de los templos, porque al interior quedan completamente excluidas de los púlpitos. Destacamos cinco representaciones: esposa de pastor, copastora, predicadora, madre y visitadora social. También encontramos la memoria de las madres-esposas. Aunque en el pentecostalismo se derriba la divinidad mariana y se resalta la divinidad de Jesús, se continúan valorando aspectos maternales y conyugales, cuando los mismos relatos muestran que hay otros aspectos de la mujer pentecostal. Pero los valores de liderazgo, de administración y su habilidad para predicar son menos valorados y resaltados. Por lo tanto, no se le reconoce ni como pastora ni como predicadora de púlpito. Hay cuatro imágenes que destacan aquí la memoria materna: agricultora, obrera, madre y esposa.

          Pese a los contrastes entre los roles anquilosados y la memoria resaltada de las pastoras, los pentecostales no serían lo mismo sin ellas; no tendrían el crecimiento y la expansión sin el cayado femenino; y sus líderes no  tendrían el carisma y la legitimidad que han logrado, sin el báculo femenil. Lograron situarse como una cultura religiosa que potenció a sus conversos con distintos recursos sociales y simbólicos: empoderaron a los excluidos y desheredados del país, especialmente a las mujeres; se daban testimonios que ellas recibían un mejor trato con la domesticación y feminización de la masculinidad pentecostal. Sin embargo, aquello que tiene que ver con el acceso al poder y al liderazgo religioso terminó siendo igual que casi todos los grupos religiosos: sacralizaron la exclusión de la mujer del púlpito; expulsaron a las mujeres del podio, del pastorado formal y de los liderazgos administrativos. Para asegurar tal destronamiento, resaltaron la sumisión, el sometimiento y el silencio como virtudes femeninas. El fuego del Espíritu Santo no logró la desmasculinización del púlpito y del altar, ni siquiera en la memoria del mito fundacional, desde donde fueron olvidadas todas las mujeres, partiendo por Elena Laidlaw (la hermana Elena).

Entre las grandes significaciones que el pentecostalismo le agregó a la muerte está la concepción premilenarista que se constituyó en un discurso de la muerte. El premilenarismo no es un discurso lineal ni homogéneo, sino que su énfasis va a depender de las condiciones sociales y de la sensibilidad carismática de los profetas para mantener o enfatizar el discurso. El premilenarismo confluyó en dos discursos: el premilenarismo inminente (el arrebatamiento) y el premilenarismo inmanente (la muerte individual). La visión premilenarista se encuentra en el centro de la cultura pentecostal y se entrelaza con ritos, símbolos, recursos y técnicas sagradas, mediadoras entre lo divino y lo humano. Estas técnicas sacras son los sueños y las visiones en que profetas y profetisas pentecostales obtienen las revelaciones que permiten conocer la intensidad de la inminencia mesiánica y estar preparados para la muerte.

Por su parte, el premilenarismo individual como la inmanencia de la muerte ha pasado por tres etapas. En primer lugar encontramos la muerte difusa o ambigua (1909-1931), cuando no había una preocupación enfática por la muerte, sino que la inquietud pentecostal pasaba por la sobrevivencia del grupo recién separado. Aquí se dan preocupaciones terrenas y normales como dónde predicar, cómo predicar, cómo mantener un templo, quiénes serán los encargados, cómo conseguir fondos, etc. Es una etapa donde los espacios de las revistas eran ocupados por predicaciones y enseñanzas extraídos de revistas norteamericanas que aludían más bien a relatos acerca de la precariedad de la vida, la sencillez del cristiano y la vida distintiva, es decir, una preocupación por constituir una identidad pentecostal.

Los profetas premilenaristas interrogaban constantemente a la naturaleza, en donde se generan las utopías del desastre, como una antesala de la era dorada. El desastre corrobora las profecías, afirma la fe y busca, a través de los ritos, más desastres para captar nuevos adherentes y así adelantar la venida mesiánica. Pero también interrogan y diagnostican los desastres sociales: las guerras, hambrunas, pestes y muertes prematuras, como mensajeros de la muerte y caballos apocalípticos de las señales premilenarias por antonomasia.

En el segundo momento, la convivencia con la muerte (1932-1986), hay una familiaridad con la muerte, considerándola no solo como inevitable y precoz para los pobres, sino también como algo propicio. Al resaltar las ventajas de la muerte y el cielo como el eterno fin de la necesidad e imperecedera satisfacción, la vida fue perdiendo valor. La luz de la vida proyectaba la sombra de la muerte como algo pensado y deseado cada día. La vida se transformó en un valle de lágrimas y una inútil carga, solo una escuela para la muerte. La vida era la nada y la muerte era el todo: la vida estaba en la barca de la muerte. La vida nace y termina con la muerte. La idea de la vida como una posibilidad precaria genera angustia y culpa, porque aún no se ha alcanzado aquello a donde se debe llegar: la muerte. Por lo tanto, el dilema pentecostal frente a la muerte fue enfrentarla con miedo o con entereza. Finalmente, transformaron la muerte en aliada para predicar.

El hombre y la mujer fueron concebidos solamente como una posibilidad inacabada, inconclusa y siempre fatal —y el pentecostal, un ser pobre y marginal para quien la muerte se adelanta y llega antes de la hora—; el dilema sería existir sosteniéndose dentro de la nada o concebir la muerte como la única posibilidad, una insuperable realidad; asumirla como una compañera y aliada para ver el lado luciferino de ella en el cielo, o negarla como compañera y entregarse al lado oscuro de ella en el infierno. Los pentecostales transformaron la muerte en una aliada.

En esta segunda etapa se muestra que la posibilidad pensada, consciente y reflexiva de la muerte, por parte de los pentecostales, no pasa por el ser religioso, sino que tiene que ver con el contexto histórico, social, político y económico que se estaba viviendo, en donde el hombre era reducido a la nada. La muerte se transformó en un esperpento que hacía absurda y trágica la vida. La tragedia de la vida consistía en que Dios era un espectador del drama humano frente a un mundo que Dios mismo abandonó, como consecuencia de que el hombre lo abandonó primero, por lo cual el mundo está gobernado por el diablo. Entonces Dios se oculta para ser encontrado por aquellos que lo buscan. En esto consiste la tragedia de la vida: vivir una vida conforme a los designios divinos en un mundo ajeno y diabólico.

            En su primera década de existencia, el pentecostalismo estará preocupado de su autonomía organizacional. Una vez que logra sortear esos escarpados momentos comenzarán las luchas por el poder y la distribución de este al interior de las comunidades. Luego vendrán las separaciones, divisiones y la aparición de nuevos grupos pentecostales. Las divisiones, más que debilitarlos, los potenciaron, porque comenzó la lucha por el carisma y el cuestionamiento. ¿Cómo saber si se es salvo? ¿Cómo saber si se es lleno del Espíritu Santo? ¿Cómo conocer el carisma en un líder? ¿Cómo saber si se está preparado para la muerte? ¿Cómo obtener la seguridad del cielo y eludir el infierno?

La credencial de vida/muerte de un pentecostal fue ser un ganador de almas: “Muertos para el mundo y vivos para Cristo”. Los pentecostales dividieron su mundo simbólico en dos: estaban los “vivos espirituales” y los “muertos espirituales”. Un ganador de almas es aquel que está vivo espiritualmente. Porque el ganar un adherente para la comunidad pentecostal solo era el resultado del sorteo de un sinnúmero de ritos: orar, ayunar, vigilar, predicar en la calle, asistir a los cultos, hablar en lenguas y danzar. Todo esto tenía sentido si se lograba convertir a otros; de otra manera, solo sería un címbalo que retiñe. Un ganador de almas estaba preparado para morir en cualquier momento; era un conquistador de la muerte; no le temía a la muerte, porque luchaba con la misma muerte para rescatar a las almas de sus garras. Un ganador de almas era, también, una credencial carismática indubitable para ser pastor. El que no ganaba almas estaba “muerto espiritualmente” y el que ganaba almas estaba “vivo espiritualmente” y “muerto en la carne”. El mayor desafío de un pastor era transformar a sus congregados en potenciales ganadores de almas, pero también implicaba su mayor peligro. Tener un ganador de almas al interior de su Iglesia significaba una competencia y a la vez una evidente crítica a su carisma. Una de las formas de resolver pacífica y legítimamente este tema era dándole la oportunidad de abrir “nuevas obras” (templos) para que se desempeñara como “pastor probando”; pero si el “discípulo superaba al maestro”, las divisiones eran insoslayables.

Ante los altos índices de mortalidad, la baja expectativa de vida masculina y la presencia de enfermedades y pestes propias de los sectores populares, los pentecostales se preocuparon por difundir representaciones oficiales de la muerte en distintas metáforas de vida, entre las que destacan las referidas a las muertes inesperadas, las cuales se presentaban como posibilidad de mayor premio en la eternidad. La muerte biológica es un fenómeno tan trascendental e insoslayable, que antes de ocurrir se comienza a resaltarla a través de los símbolos, metáforas y ritos, para no vivirla solamente como un puro universo físico, sino en un universo simbólico. Se la envuelve a través de las metáforas de vida y de ritos para no huir de ella ni aterrarse, sino ser conscientes de su existencia e inevitabilidad. Pero además significaba verla como rito de paso a la verdadera vida: la vida eterna. En contraste, la vida fue concebida con un sentido trágico.

La vida trágica es la más excluyentemente de todas las vidas. Por eso su límite vital se funde siempre con la muerte. La vida real no alcanza nunca el límite y no conoce la muerte más que como algo espantosamente amenazador, sin sentido, que corta repentinamente su curso. Para la visión trágica, destaca Lukacs, la muerte como límite en sí es una realidad siempre inmanente, indisolublemente unida con cada uno de sus acontecimientos. La vivencia del límite es la vivencia del despertar del alma a la conciencia, a la autoconciencia; la vida es trágica por su limitación, y solo en la medida en que es limitada (Lukacs, 1985, 249). En esta conciencia trágica, la vida en sí misma carece de sentido: es un absurdo, es nada, es muerte. Solo la conversión a Cristo lleva a la vida y solo ganando almas se le pierde miedo a la muerte. Pero la muerte siempre está latente, a través de la caída, el retorno “al mundo” o la ruptura. Esta máxima expresión del pesimismo antropológico se complementa con la idea de la inmanencia del mal, que está en los otros, pero también en nosotros; la amenaza exterior los fortaleces y los une, en cambio, la amenaza interior los hace más pesimistas y suspicaces. Por lo mismo, el mayor peligro de la comunidad pentecostal estaba en su interior.

Coincidente con los acontecimientos mundiales que se dieron en los años 30, como el fascismo, el franquismo, el nazismo y hechos nacionales como la crisis del salitre y el arribo de gobiernos populares, aparece en la literatura chilena la llamada Generación del 38, la que, influenciada fuertemente por el marxismo, pondrá la muerte, la miseria y la precariedad de la vida en el centro de la novela social. La gran diferencia está en que, para los novelistas, el ser humano es un ser arrojado al drama y a la tragedia de la vida por culpa de los capitalistas, los imperialistas y los oligarcas, que han transformado al hombre en el lobo del propio hombre. Por eso el hombre necesita ser redimido, ya sea por el Estado de compromiso o por el socialismo. Por el contrario, para los pentecostales, el hombre es una víctima de sí mismo, de sus decisiones y de la libertad que entrega a los designios demoníacos, y por lo tanto necesita ser redimido por Jesús. Pero el sentido trágico no desaparece con la conversión, sino que el drama y la tragedia son inherentes a la vida.

La conciencia trágica de la vida es porque la vida es siempre una vida en el mundo, y no ser del mundo. Por lo tanto, mientras se viva en el mundo, la vida no es. La vida solo es en Dios. Como señala Goldmann, para la conciencia trágica, la muerte, limitación en sí, es una realidad siempre inmanente ligada indisolublemente a todo lo que vive, y por ello la conciencia trágica es una realización de la esencia concreta. Pero como el mundo no es para la conciencia trágica, la mirada de Dios obliga al hombre, mientras vive —y mientras vive, vive en el mundo—, a no participar ni gustar jamás (Goldmann, 1985). Vivir en el mundo es vivir bajo el imperio de la muerte; solo viviendo cada día cerca del Dios oculto, pero sentido por los pentecostales a través del Espíritu Santo, es posible la vida por instantes que había que perseguir permanentemente.

Por otro lado, también estaba la “muerte en el mundo” y la “muerte en Dios”. La primera es la terrible y espantosa experiencia de la cual se huye siempre, pero cuanto más se corre, tanto más avanza, porque es una realidad ubicua que está dentro y fuera del ser, pero que siempre quiere apropiarse del ser para adormecerla, desmayarla y perder la conciencia de la existencia de Dios. Vivir bajo esta experiencia es vivir bajo el continuo desvanecimiento y en el momento en que sorprenda la muerte biológica, aparece la muerte en su más cruel y espantosa realidad: el infierno. Es el horror al fuego. De la muerte en el mundo y su consiguiente muerte infernal, nadie estaba libre, ni el pastor o el ganador de almas, porque cada día estaba la posibilidad de ser absorbido por la muerte mundana y/o la infernal. Para aquellos que gustaron la “muerte en Dios” y luego fueron absorbidos por la “muerte en el mundo”, no quedaba más esperanza, porque Dios es un ser extremo de amor o fuego consumidor; perdonador o vengativo. Como señala Goldmann, para esta conciencia, Dios es un ser implacable que descarga la vara sobre la menor falta, aunque no sea más que una pequeña infidelidad a la esencia. Ninguna riqueza, ningún esplendor de los dones del alma pueden atenuar su sentencia; una vida entera llena de acciones gloriosas no vale nada ante él, si se ha violado un pequeño momento (Goldmann, 1985, 53).

      Por el contrario, la muerte en Dios significa morir para el mundo y vivir para Cristo; morir en la carne y vivir espiritualmente; morir al pasado y vivir para el futuro. La muerte en Dios implica que nada del mundo te interesa ni te atrae: ni la pobreza, ni la miseria, ni el hambre, ni el sueño ni la escasa vestimenta: nada; porque son cosas del mundo. Porque el cuerpo es más que sus necesidades y el espíritu es más que el cuerpo. Dios lo es Todo, el mundo es Nada. Por lo tanto, la muerte en Dios es vida, la vida del mundo es muerte. Quien moría para Dios, le pierde todo miedo a la muerte, porque esta es nada más y nada menos que un rito de pasaje a la verdadera vida. Por ello se podía morir cantando, aunque se viviera llorando. Pero este fuego podía ser apagado, sin advertencia, por el frío del afán mundano. Por ello había que vivir con el afán diario de la venida de Cristo, ya sea en la muerte (individual) o en el arrebatamiento (muerte colectiva). Los espacios extintores más eficientes del fuego espiritual eran el trabajo (estertor y agonía) y el estudio (la letra mata).

Esta conciencia trágica de la vida, en el pentecostalismo se enfatizó en dos momentos: entre los años 1930-1950 y 1970-1986. Son los momentos cuando la muerte del mundo se hace imperiosa y cercana. La muerte persigue en todos lados: en la calle, en el trabajo o en la educación y en la caja del diablo (radio, televisión). La muerte es como el efluvio que entra por todos lados a las precarias casas: las ventanas, las puertas o por cualquier agujero del hogar; estaba en la comida y en las amistades. Fueron épocas en que la ubicuidad de la muerte instaba a no perder la conciencia, para no ser embargada por ella. La primera época (1930-1950) tiene que ver con la crisis del salitre, la crisis del campo y la precariedad urbana, en donde morirse de hambre era una realidad indiscutida. La segunda (1970-1986) tiene que ver con la crisis política, en donde morirse de miedo también se constituyó en una realidad apremiante e insoslayable. Fueron épocas en que los ángeles de la muerte del mundo salían a las calles y atrapaban a los pobres y los desempleados en la primera; a los comunistas y los sospechosos de subversivos, en la segunda. Nadie estaba libre de la muerte y por ello había que vigilar, y no temerle, sino esperarla, porque ella se alimenta del miedo: al que tiene miedo le ocurre lo que teme. El que le tiene miedo a la muerte es alcanzado por ella.

Los énfasis sobre la muerte se dan, justamente, en las dos épocas (1930-1950; 1970-1986) cuando más crecen los evangélicos en Chile. Son los momentos de la historia chilena donde la diagnosis y el laudo pentecostal son pertinentes culturalmente con los signos y síntomas vividos por los sectores populares: incertidumbre, precariedad, desesperanza y abandono social. Las comunidades pentecostales se presentaban como comunidades alternativas generando conciencia social (comunidad de los pobres), utopía (comunidad de la esperanza) e identidad social (comunidad redentora). Son momentos en que la muerte adquiere sentido y se le pierde el miedo: ya no hay miedo por “morirse de hambre” porque se resaltaba el ayuno como rito de purificación espiritual; por lo tanto, el hambre adquirió sentido simbólico. Por otro lado, al “pan material” también se le resignificó: “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”; la Biblia vino a disminuir la ansiedad por el hambre del pan real. Cada expresión popular como “morirse de frío” o “morirse de miedo” fue un nuevo símbolo. El morirse de frío era satisfecho con el calor humano de la congregación. Ya nadie podía morirse de miedo, no se le tenía miedo ni siquiera al diablo: a lo único que había que tenerle miedo era al infierno.

Sin embargo, a contar de la segunda mitad de 1980, a la muerte se le expulsa, quizás primero de la conciencia y luego de las revistas (1987-2009). Los pastores comienzan a mejorar la condición material de sus templos y de la casa pastoral; por tanto, la sociedad, que el pentecostalismo criticaba como muerta, comienza a cambiar. Así los pentecostales inician un proceso de secularización interna, que muchos buscaban, sobre todos los que venían de cuna pentecostal, y otros lo rechazaban remembrando los temas del pasado como el cielo, el infierno, la muerte y el premilenarismo. A contar del año 1987 se comienza con un fuerte y notorio proceso de secularización de la comunidad y, por lo tanto, de la muerte. Como anunciaban algunos autores, el amor por la vida se tradujo en un apego apasionado por las cosas que resisten el aniquilamiento de la muerte (Aries, 1982; Morin, 2003). Entonces, el espejo de su propia muerte, cada individuo redescubre el secreto de su individualidad. En el instante en que los pentecostales comienzan a experimentar la movilidad social, quieren disfrutar de dichos beneficios y comienzan a aplazar la muerte con el silencio y la elusión escrita, disminuyendo la frecuencia de tal tema en las predicaciones. La muerte dejaba de ser esa compañera que hacía consciente la precariedad de la vida. La vida ya no es trágica ni absurda: va a depender del sentido que cada individuo le asigne.

            A partir del año 1987, los muertos son expulsados de las revistas, pero no todos, solo son omitidos aquellos muertos simples, que son la mayoría; mientras que los muertos honorables son resaltados y loados como los grandes. Los muertos honorables son los muertos milagrosos, aquellos que le han dado visibilidad al pentecostalismo en sus respectivas ciudades; son los muertos canonizados, que han construido templos y establecidos varias Iglesias. Esto muertos ilustres serán los únicos visibles, los únicos dignos de recordar; los demás mueren en el olvido institucional. La muerte ya no tiene grados, ni clasificaciones, ni extremos: solo sucederá. Ya no existe la “muerte en el mundo” y la “muerte en Dios”: solo existe la muerte a secas. No está la conciencia de la ubicuidad de la muerte, ni el poder inmanejable, ni una preparación para ella. Es como si hubieran hecho un pacto con la muerte para que esta llegara una vez que se ha cumplido con los sueños en la tierra. Ni miedo, ni apego; ni inquietud, ni intranquilidad: solo es un acontecimiento que debe suceder y listo. Los obituarios de las revistas fueron reemplazados por las fotos de los templos; la muerte fue desplazada por el testimonio de sanidad; los testimonios de los sencillos fueron reemplazados por las páginas sociales y las elucubraciones teológicas de los profesionales.

            El pentecostalismo, que nace como una religión de refugio y éxodo, paradójicamente se ha transformado en una de las religiones materialistas, preocupada de los templos y de que sus creyentes estudien y tengan mejores trabajos, quizás influenciado por el neopentecostalismo. Ahora, la oferta religiosa está dirigida en torno a la salud, trabajo, prosperidad, etc. Las prédicas y los mensajes religiosos manifestados en la música son mensajes terapéuticos, individualistas, economicistas y exitistas. Entre las grandes capacidades del pentecostalismo está su habilidad para adaptar su discurso al contexto social, cultural e histórico; por ello son los grupos religiosos que aún siguen creciendo, aunque muchos piensan que  ya llegó al techo de su crecimiento.

            Los efectos que ha tenido la secularización en el pentecostalismo, como la pluralidad religiosa, la subjetivización de la religión y la existencia de una creciente mundanalidad, no han sido más que una magnificación y un reencanto de aquellos procesos secularizadores. Esto ha derivado en que la gente que antes no se interesaba por el pentecostalismo, hoy lo haga, porque la oferta ya no está basada en la vida eterna, el cielo o el infierno, sino en cómo ser feliz aquí en la tierra. No obstante, la generación de pentecostales de cuna se muestra desencantada por las altas exigencias y, a la vez, ineficiencia, de la comunidad religiosa; por lo tanto, se ha tornado en una comunidad que ya no necesitan, dado que lo que hoy importa son las redes.

            El proceso secularizador del pentecostalismo se evidencia en cuatro aspectos concretos: 1) la exclusión de los muertos simples de las revistas; el reemplazo de los espacios necrológicos por las memorias de los muertos honorables; el exilio de la muerte por la sanidad y los milagros económicos; 2) el desinterés por la creencia premilenarista debido a la movilidad social, el reconocimiento social y la legitimación política de los pastores; como, asimismo, la movilidad social de los creyentes a través del interés por el estudio y el acceso a mejores condiciones laborales; 3) una abulia por el infierno y el cielo. Las predicaciones y el miedo por el infierno han disminuido y la sociedad chilena ya no es infernal. Las promesas celestes, como salud, vivienda, alimentación, trabajo, paz y justicia, se viven en la tierra, aunque el cielo sigue siendo una promesa plausible, pero puede esperar un poco. Con el aumento de la expectativa de vida y el acceso a los estudios universitarios, se puede traer algo del cielo a la tierra; el futuro al presente; y la promesa, a realidad; 4) declive del fervor pentecostal; esto tiene que ver con la abulia, la pérdida de la pasión pentecostal por predicar, asistir al templo o cumplir ritos sacrificiales de ayuno y oración comunitaria; además, hay un tendencia a la movilidad intrapentecostal; es decir, un creyente que va de una iglesia a otra.

  En la conciencia pentecostal ahora está la bendición material: la prosperidad económica, la salud, el cuidado del cuerpo, los estudios universitarios, la casa propia y el automóvil propio. La buena muerte de un pastor es entregar la congregación en manos de su hijo, con un templo de material sólido, con el vehículo pastoral y con un reconocimiento sociopolítico. La buena muerte de un padre o de una madre es ver que sus hijos sean profesionales, tengan trabajo seguro, casa propia y asistan a la iglesia. La buena muerte ya no es morir predicando, sino “morir lleno de días bendecido”. El pentecostalismo chileno se ha estancado, sobre todo en las grandes denominaciones, por su lucha y fascinación por el poder, y por el desencanto ético que esto produce. Las únicas Iglesias pentecostales que seguirán creciendo serán las pequeñas comunidades, que continuarán con el espíritu inicial del movimiento pentecostal, y en ello la mujer pastora tiene una gran importancia. Pero en las grandes Iglesias, sobre todo las del centro del país, las pastoras son excluidas e invisibilizadas.

El pentecostalismo nació y se desarrolló como un movimiento religioso comprometido con la verdad, la justicia y la equidad de los pobres, oprimidos y desheredados del país. Los pastores y pastoras adquirieron ese compromiso con empatía porque pertenecían a ese grupo social, Sin embargo, ¿hoy quién quiere identificarse con los pobres? O, más bien, ¿hoy quién se identifica como pobre?

             Con todo, la muerte no puede morir, aunque se la quiera expulsar de la conciencia. Ella está siempre allí, agazapada, esperando el momento, tomando fuerza para volver. La muerte no ha muerto, solo está dormida; la muerte no se ha ido, está allí y volverá como la hiedra con sus siete cabezas, expeliendo fuego, hollando personas, aterrorizando con su presencia. Porque América Latina es un continente desgraciado en donde los golpes militares suceden cada cierto tiempo, y con ellos llega también la muerte a las calles y los hogares: comienza por la casa grande y se extiende por las casas pequeñas de los ciudadanos.

            América Latina es un continente donde el capitalismo es cada vez más feroz, haciendo de la vida una estadística pasajera, donde las pestes creadas o aparecidas son un lucro para los oligopolios y una desgracia para los pobres. Es un continente donde el narcotráfico avanza como un monstruo grande, que pisa fuerte en las calles; la delincuencia en las calles y en los hogares no mira clases sociales. Abundan los terremotos y desastres naturales. El mundo está constantemente amenazado por las luchas religiosas que hacen de la intolerancia y la persecución un discurso solapado que amenaza con terminar en nuevas hogueras, haciendo de la tierra un nuevo infierno, una muerte más portentosa. Sin duda alguna, de acuerdo con estos signos, la muerte volverá a ser ubicua en la conciencia pentecostal, pero ya no del viejo pentecostalismo, sino de uno nuevo, que aún no se avizora. Los pentecostales cada vez quieren ser menos conscientes de su muerte. Pronto, el proceso del morir será un acto puramente individual y familiar. Al igual que a la sociedad en general, al individuo se le negará su derecho de saber que va a morir, por lo tanto, su derecho de ser libre y responsable. La única buena muerte que existe hoy es relegar a la muerte de la conciencia.

*Sociólogo y Dr. en antropología. Investigador del Instituto de Estudios Internacionales (INTE) de la Universidad Arturo Prat, miembro de la Iglesia Asambleas de Dios en la ciudad de Iquique, Chile.

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Reproducido con autorización del autor.

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