El trecho entre justicia y hechos – Por Félix Torres

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Por Félix Torres Hevia*

En el Chile de hoy, mucho de lo que se declaraba en prensa por parte del Gobierno, no sólo era disonante con la realidad de la mayoría de la ciudadanía (quizá ese 99% de la población que no acapara el 30% del PIB), sino también burlesco y de una distancia petulante que no se aguantó más (actitud del «escarnecedor», en jerga bíblica).

Es entendible que la abrumante cantidad de información que circula sobre la actual crisis chilena, junto con todas las inquietudes que hace surgir – a veces nos hace sentir que no tenemos muy claro qué de lo que podríamos hacer sería efectivo para ayudar en todo esto, socialmente. Hay que considerar que cada suceso pasa por un doble filtro en nuestras reflexiones, porque sopesamos si lo que haremos o no haremos, lo que diremos o no, es lo correcto; o a qué nos agenciamos al apoyar algo, si nos conviene o no el que proclamemos las causas que se protestan, qué creer y qué desechar, si corresponden o no nuestros principios. Pero esto adelanta la dicotomía a la que quiero hacer referencia: quizá nos pasamos mucho dentro de templos (físicos y mentales) en los que de tanto debatirnos en estos asuntos, poco sabemos sobre su práctica.

Esta «burocracia» de excesiva prudencia, deja la impresión de que la población «creyente» es la que más tarda en reaccionar – cosa que en parte es cierta, lamentablemente. Lo que tarda es esta reflexión sobre lo que sucede y estalla «allá afuera», recién la consideramos ahora, ¿por qué no antes? ¿incubamos algún tipo de ineptitud social? ¿falta de empatía? ¿es por algún tipo de desidia religiosa, que nos lleva a afanarnos sobre cómo justificarnos ante Dios, y no cómo su Gracia nos capacita para arrojarnos a compartir lo que portamos con los que no tienen nuestra fe? Buscamos la explicación y el asidero en alguna cita bíblica, en alguna oración desesperada, pero siendo que decimos tener el libro y el Espíritu de la sabiduría allí a mano, pareciera que recién ahora en estas circunstancias buscamos explicarnos en qué habíamos estado envueltos, y que como ciudadanos poco sabemos qué hacer y cómo entender a nuestros compatriotas, que al fin salen a las calles a manifestar su hartazgo. Parece que la dinámica más corriente es el ser reactivos. Pese a que nos es tan fácil dar ‘testimonio’ de que somos portadores de una sabiduría, nuestra perplejidad y espanto actuales nos hablan de todo lo contrario: decimos que la tenemos, pero no la consultamos, o lo hicimos sólo para nuestros privados intereses. Por esto, podríamos partir por criticar (o sea, analizar los juicios que tenemos o podríamos formular sobre algo) nuestra propia cultura religiosa (asumiendo que lo es, con sus pros y contras).

Para el evangélico promedio, el asunto de la Justificación por obras sólo se responde respecto a la Gracia de Dios para con nosotros, es decir, cómo las obras podrían justificar que merezco no perder mi salvación; pero nunca parece considerarse que mis obras, más allá de la discusión soteriológica, deberían ser reflejo y testimonio a mi prójimo del carácter, justicia y amor de Dios para con nosotros, y cómo por Su Reino, podemos ser espejo de lo que Él establece como comunidad ideal.

Las preguntas sobre cuándo estoy siendo justo, o cuándo mis obras son aprobadas por Dios y son bendición para mi nación -o si sólo basta con lo que proclamo en alguna oración, o si es predicando con palabras desde el púlpito o los párrafos que escribo en internet doctrinalmente correctos, o cuando salgo a marchar o me quedo en casa, etc.- muestran que la dicotomía entre la justicia del sujeto por lo que sólo confiesa, versus lo que realiza o hace, es tan nociva como poco bíblica. Al parecer, tiene que ver con una disposición egoísta de buscar justificarme ante Dios por guardar mi salvación individual. Parece que sólo nos quedamos con el contentamiento mental de «Ama a tu Dios con todo tu corazón…», porque eso «me justifica en fe», olvidándome, omitiendo, alejándome de lo que pasa en ese caótico mundo secular. Entonces la caridad es sólo una salida esporádica, y entre la resignación que nos significa la rutina laboral y responder a las tareas de la congregación, con eso basta. Pero ahora todo estalla, y parece que lo que se reclama en las calles también me incumbe, y parece que mi afán doctrinal y racional había olvidado considerar a mi prójimo, que irrumpe e interrumpe mi rutina.

Quiero decir que debemos alivianar de la reflexión y discusión el peso soteriológico que le otorgamos a las obras, porque estas no sólo incumben a lo que me salva o condena para la vida después de la muerte. Pensar así me expone a encrucijadas éticas, con resultados morales de graves consecuencias y confusas, cuando la Palabra, de forma transversal (desde el Antiguo hasta el Nuevo pacto), indica que las obras ante Dios son reflejo y resultado indivisible de nuestra Fe: a qué respondemos al momento de actuar, al momento de disponernos a los acontecimientos, bajo qué criterios evaluamos lo que hacemos, desde qué motivaciones me enfrento a mi prójimo. No hay tal separación entre Fe y Obras, Justicia y mis actos, en lo que respecta a mi comportamiento ético y consecuente a principios, cada día, todo este tiempo que resta antes de mi muerte corporal. ¿De qué sirve la repetición de una doxología, de Confesiones de Fe, si espiritualmente no somos cambiados desde nuestro interior? ¿O de qué sirve el estar haciendo malabares esotéricos y discursivos, apasionadas declaraciones entre muros, mientras afuera parecía que la olla ya no aguantaba más de la ebullición? Pareciera que sólo hace unos días la predicación se vio interrumpida un momento, y quedó anonadada al escuchar el estallido.

Hay un vicio propagado de malentendidos superficiales de cierta feligresía evangélica y neo-pentecostal, que se da mucho por quedarse en la «declaración», en la «proclamación» en medio de la oración privada y congregacional, en la liturgia carismática y esotérica (entre las cuatro paredes del templo) de lo que creemos recibir de instrucción y revelación. Sin duda para muchos, esto les puede traer claridad sobre la Voluntad Divina respecto a lo que han consultado sobre las circunstancias, y lo que han buscado entender en oración y adoración, pero para muchos deja también la inquietud de si además de esas sesiones, hay algo más que hacer. Vuelven a casa y se preguntan «y ahora qué», en esa vida común fuera del templo o la reunión – Si acaso fue suficiente orar. Así, desprevenidos, no atendemos a que es en la misma oración en que se nos otorga la instancia de poner en crítica, bajo evaluación, la situación en la que nos encontramos y el grado de consecuencia respecto a lo mismo que estamos buscando entender. Por ejemplo, hay injusticia allá afuera, pero ¿y en medio de nosotros? Cada vez que buscamos en oración la Voz del Señor, no sólo es para pedir, sino para escuchar aquello que, también como en la lectura bíblica, pone en cuestión nuestras convenciones sobre la rectitud y pureza frente a la justicia divina, y lo que buscamos reflejar como Buenas Noticias/Evangelio, en este caso, en medio de las demandas y crisis nacionales que también nos afectan en lo cotidiano. Por medio de la oración podemos entender cómo nuestras obras deben sintonizar con la ética y principios con que debemos movernos fuera de los ámbitos de intimidad con el Padre. No basta con la mera confesión y proclamación. No basta con orar, si esto no nos lleva a ponernos en el lugar crítico de la metanoia que nos haga reconsiderar «nuestros caminos» y corregirlos desde el amor a Dios hacia nuestro prójimo. Si no, hemos reducido la oración a un monólogo pasivo, a una pantomima religiosa. ¿No nos ha auto-excluido, alejado esto, de la comunidad, acaparando para nosotros un porcentaje enorme del PIB celestial, una «paz» (shalom) que no hemos compartido?

No encontramos en los salmos, en las imprecaciones de Isaías o Jeremías (por ejemplo), ni en las cartas de Pablo, ni Santiago, que el «justo» (aquél que se ciñe a los principios divinos, el que busca consagrar su actuar) es hallado justo por lo que declaró o no declaró, por lo que profetizó o no profetizó en tal o cual oración. Más bien, somos hallados justos si lo escuchado lo practicamos en la vida cotidiana, si nuestra cultura ha sido reformada (desde lo que no es divino) y si se acerca paulatinamente a la cultura que el Cielo quiere que pueda reflejar Su pueblo. La oración es poderosa, lo creemos, tan poderosa, que cambia nuestra mentalidad y nuestro actuar, la instancia práctica en que permitimos que lo Eterno, lo infinito, quiebre nuestros límites diarios (Levinas). No podemos, por esto, pensar que orar no basta, sino que es el principio de nuestra ‘metanoia’ progresiva, constante y diaria. Por ella sabremos cada uno, y cada congregación, qué hacer. Esto cabe considerarlo también para otras instancias, sobre todo ahora en que las redes sociales virtuales acompañan nuestra comunicación con nuestro prójimo: tampoco se es más justo por el mero hecho de enunciar lo que consideramos justo (lo que proclamamos o confesamos, publicitando nuestra «fe»), por manifestarlo en mi escritura, en lo que «posteo» o «comparto», sino en el examen personal, en la «reforma constante» que requerimos individual y colectivamente, y sólo entonces, invitar al otro, por la misma misericordia de la que soy objeto por un Padre paciente, a que entremos en este proceso de examen y acción, con mi hermano, despojándonos de cualquier afección de superioridad moral respecto a otros «caminantes», teniendo la misma capacidad de escucha de la que fuimos objeto nosotros al orar. La perplejidad que nos embarga ante el estallido social, ¿no es síntoma de una desconexión previa, de que cierta palabrería nos alejó de lo que sucedía? A los otros les afecta lo mismo que a mí. Entonces, debemos pasar de Romanos 10:9-10 a Santiago 2:14-24…

Ahora, algunas referencias escriturales de todo lo anterior, antes de pasar al reflejo negativo de esto en nuestra cultura chilena: Salmos 85:8 (lbla) dice «Escucharé lo que dirá Dios el SEÑOR, porque hablará paz a su pueblo, a sus santos; pero que no vuelvan ellos a la insensatez»- esto indica que «su pueblo/sus santos» primero escuchan, y luego de lo que escuchan, toman mejores decisiones, modifican su actuar, para abandonar la insensatez, debido a que la sensatez quiere decir el actuar con prudencia, buen juicio (discernimiento y entendimiento) y sentido común, o sea, nada muy elevado ni alejado de lo cotidiano, ni de lo trascedente de nuestros actos, sino simplemente, salir de sentimientos y pensamientos que han estado «en tinieblas». Y sobre cómo la justicia está relacionada con estos aspectos del actuar y los hechos consecuentes a esto, se pueden citar muchos pasajes como Salmo 72:2-3 y Salmo 119:165 (y quizá todo el capítulo, como una alabanza a los decretos divinos). Otro pasaje al estilo del que muchos se han utilizado estos días, dadas las demandas sociales en Chile, ha sido Isaías 32:17 (lbla): «La obra de la justicia será paz, y el servicio de la justicia, tranquilidad y confianza para siempre», donde claramente indica que un resultado tangible (hechos, obras) de una correcta noción de la justicia, es la paz, y que en su servicio (al actuar y manifestar la justicia al prójimo), dará como resultado tranquilidad y confianza… palabra que tanto se ha repetido que se ha perdido en las instituciones, y porque es uno de los aglutinantes sociales por excelencia.

Respecto a la Paz, esto no es sólo un «ideal social» sino que, en el entorno íntimo de la Iglesia, es algo que parte por nuestra propia actitud consecuente por procurar la paz entre los mismo hermanos, y entonces, también con nuestro prójimo (Mc. 9:50, Rom. 12:18, Col. 3:14-15), asunto que de no cumplirse invalida ante Dios cualquiera de nuestras ofrendas (Mt.5:24). Y sobre lo que se puede juzgar como justo (recto, bueno), son las acciones sujetas a la obediencia-fe, en la confianza de que lo que Dios indica, es lo mejor para mí y mis hermanos. Santiago 2:14-24 es un pasaje que lo deja muy claro, y nos sería muy útil también comparar traducciones, por si alguna frase no es suficientemente explícita. Por lo tanto, no hay distancia entre lo que confesamos como fe, y lo que hacemos, sino que una es reflejo de la otra, que la consecuencia del amor entre Dios y yo como hijo, replantea mi relación con mi prójimo, tendido un puente, Cristo, entre nosotros (Bonhoeffer), y que tampoco es suficiente con el mero enunciado, sino que esto debería llevarnos a un examen crítico sobre nuestro actuar diario, en lo que concierne a cada uno, y el criterio con que concebimos y proyectamos soluciones.

También desde Santiago 2:14-24, llegamos a algo que gravemente está impregnado en nuestra cultura chilena, y es lo que invito a preguntarnos como cristianos, pues todo lo anterior también está presente en el ambiente «secular». Está institucionalizado, sobre todo en términos políticos y de gobierno, una dicotomía entre el discurso, lo que se predica, lo que se expresa, la forma que se refieren respecto a variados temas «país», y lo que, por debajo de esas palabras, es la realidad, los hechos, las consecuencias, las evidencias tangibles que tenemos en el diario vivir. Una tangencial «doble moral», que queda más evidenciada en la «clase política».

Por ejemplo, una cosa es hablar de Chile como un Oasis, y otra es las personas que experimentan la desigualdad día a día. Ejemplos son muchos, pero si nos vamos a términos más «oficiales», es cosa de revisar la Constitución en su versión de 1980, casi a mitad de la dictadura, donde los mismos gobernantes promulgan y firman esta carta magna, donde se prohibían los «apremios ilegítimos» (Cap. III, Art. 19  1°) y donde la soberanía misma de la nación veía como limitante, el no sobrepasar los derechos esenciales que «emanan de la naturaleza humana» (Cap. I, Art. 5°), donde se indicaba que el «terrorismo» iba en contra de la «esencia» de los Derechos Humanos (Cap. I, Art. 9°). Todo esto para sus autores sonaba muy correcto, la doctrina era coherente en la forma del documento constitucional, pero el buen concepto «apremios ilegítimos», en los hechos, sonaba tan alejado de una realidad en la que, para quienes violaron derechos humanos, la figura de un posible «terrorista» era motivo suficiente para deshumanizar a una persona y vejarla, asunto que tuvo tal repercusión que una vez retirada la dictadura, tuvo que haber una reforma en la jurisprudencia chilena para especificar que el concepto era aplicable a actos como la tortura.

El contentamiento con una coherencia conceptual estaba escindida de la realidad exterior a las oficinas donde se redactaba y estudiaba la Constitución. Si ninguna de esas frases anteriores estaba siendo cumplida, tampoco en esos tiempos se previó que esto a futuro, los «apremios ilegítimos», podrían ser imputables también al Estado. Así, desde aquellos tiempos en que se escribiera la Constitución que hasta ahora ha sido sometida a reformas y que muchos piden reemplazar por una nueva, lo que decía en sus páginas, era muy diferente a lo que sucedía, tanto por el silencio de variadas autoridades, que se abstuvieron de esa realidad, hasta que una explosión de informes y testimonios probaron lo contrario.

Oasis… Levantarse más temprano… bajaron el precio de las flores… de qué reclaman los estudiantes sino les afecta el alza… etc. Frente a este nivel de los gobernantes y de los que han hecho de la vida política su profesión, ¿qué queda para los que no estamos en esos puestos ni academias? ¿Un «nuevo pacto social» no amerita que la cristiandad revise en sí misma en qué medida todo aquello que afuera se critica, denuncia y exige, tiene su símil en nuestra forma de expresarnos, de separar lo que decimos de lo que hacemos, de la forma en que nos relacionamos, de la forma en que nos hacemos cargo de nuestras realidades locales? ¿En qué medida esto desenmascara la forma en que hemos separado perniciosamente el criterio de nuestras decisiones, las consecuencias de nuestras acciones, de lo que decimos, declaramos, pedimos y predicamos? Y esa fe que expresamos según cómo decidimos, ¿se manifiesta en obras muertas o en obras que expresan nuestra actuar como parte del Reino de Dios? ¿En qué medida todo aquello que lamentamos no es también producto de una sordera ante asuntos evidentes, sordera similar a la de los gobernantes?

*Comunicador egresado de Cine Documental, y Director de Contenidos de Compañía de Artes Ciudad de Faroles.

Bibliografía:

– D. Bonhoeffer, «El Seguimiento», cap. 2, La llamada al seguimiento.

– E. Levinas, «Totalidad e Infinito», Prefacio.

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