Por Marcelo Morales (Pastor IMP)
En el año 1984 llegué a la ciudad de Iquique; era una época de esplendor económico posterior a las dificultades que vivió la ciudad y que derivó en un período de banderas negras que adornaban las calles del histórico puerto. Este esplendor se debía principalmente a la apertura de una zona franca que permitía una actividad económica importante. La Zona Franca trajo consigo la presencia de muchas familias de Asia y del Medio Oriente que decidieron invertir en los locales establecidos de este nuevo “Centro Comercial”, o que formaron importadoras de vehículos aprovechando las regalías de esta franquicia.
La bonanza que trajo la nueva Zona Franca hizo de la capital de la Región de Tarapacá un destino deseable para quienes intentaban progresar en sus vidas en lo económico. Sin embargo, la lejanía con las grandes urbes del centro y sur de nuestro país, y las dificultades de traslado que en estos tiempos son imposibles de imaginar, no hicieron llamativo el destino para los connacionales, pero si a ciudades de países hermanos que vieron en el puerto chileno su esperanza de vida. Sin embargo, la migración en la ciudad de Iquique data de muchos años antes, por la masiva inmigración china ocurrida en la segunda mitad del siglo XIX hacia el Perú, continuada después de la Guerra del Pacífico hacia el norte de Chile por el atractivo que significó la actividad económica que generó la explotación del salitre. El Auge salitrero no solo motivó esta presencia china, sino que movió a una comunidad importante de italianos y croatas a establecerse en el norte del país, concentrándose principalmente en Iquique y Antofagasta. La mayoría se dedicó al comercio y la minería y constituyó una comunidad de importancia al surgir numerosas instituciones que los cobijaron.
Después de la Guerra del Pacífico tuvo lugar una nueva inmigración china, pero de características diferentes a la primera. Por una parte, varios se trasladaron a Tarapacá y otras regiones del norte de Chile atraídos por las oportunidades de un trabajo mejor remunerado por la bonanza económica de entonces. Otros buscaban alejarse de las persecuciones contra la comunidad china que tuvieron lugar en Perú, por el apoyo que algunos de sus integrantes dieron a las tropas chilenas de ocupación, en el afán de liberarse de las condiciones de esclavitud a las que estaban sometidos por algunos hacendados y empresarios guaneros.
Esta es la diversidad intercultural que encontré a mi llegada a Iquique lo que, debido a mis cortos dos años de vida, hizo natural el interactuar con personas de diversa nacionalidad.
Con el tiempo, las comunidades orientales y europeas, fueron afianzándose en lo económico, estableciéndose en barrios de altos ingresos de la ciudad y mezclándose con la comunidad. Sin embargo, los años no trajeron la misma bonanza a los migrantes sudamericanos, que siguieron teniendo dificultades económicas y que se establecieron en barrios históricos de la ciudad, en condiciones de hacinamiento y pobreza. A las comunidades peruana y boliviana, se sumó una ola de migrantes colombianos y venezolanos que incrementaron la población en estos barrios, pero que activaron la economía trabajando hartas horas al día pero que se remuneran con el salario mínimo.
Los últimos 10 años aproximadamente, esta realidad se vivió en armonía, tranquilidad y relativa paz, la que lamentablemente a mediados del año 2019 comenzó a quebrarse ante una masiva llegada de familias venezolanas que huyeron de su país ante los graves problemas económicos que atraviesa el país.
En Arica, la Iglesia Metodista Pentecostal de Chile de Derecho Privado, estuvo aproximadamente dos meses atendiendo a familias venezolanas varadas en Tacna, Perú y que esperaban entrar a nuestro país, lo que finalmente lograron en masa, mientras que otras descubrieron una manera más fácil de entrar al país, a través del desierto, pasando a Bolivia y luego cruzando la cordillera a través de pasos no habilitados y llegando a Colchane, al interior de Iquique, siendo esta la ciudad más próxima para tratar de establecerse. Una vez llegando a las costas, estas familias comienzan a sobrevivir parándose en los semáforos con carteles escritos en cartones que recogen de la basura y que dan cuenta de su situación. La mayoría con sus bebés en brazos, a pleno sol y en condiciones indignas para cualquier ser humano.
Los pocos dineros que logran juntar, los invierten en bolsas de dulces, lo que en jerga iquiqueña se conoce como “pastillas”, entregando un puñado de estas a cambio de mayores aportes monetarios. Esta situación se masifica por la ciudad, sobre todo por Avenida Arturo Prat, la costanera de este puerto, concentrando fácilmente a más de seis personas por cada esquina ofreciendo esta alternativa de negocios, pero muchos, mantienen sus carteles de cartón y viven de las limosnas. Se establecen en primera instancia en playa Cavancha, Bellavista y Poza de los Caballos, pero al ser desalojados se ubican en plazas del centro de la ciudad, formando verdaderas poblaciones en lugares públicos que todos hemos visto durante las últimas semanas.
La ley de Jehová en su momento, instruyó al pueblo de Israel a “no angustiar al extranjero; porque vosotros sabéis cómo es el alma del extranjero, ya que extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto.” Fue parte de la manera de vivir para el pueblo elegido. El mismo Jesús en su momento fue un migrante bajo la cruenta experiencia de la migración forzosa.
La mirada del pueblo evangélico ante esta situación no puede quedarse sólo en la oración, que si bien es cierto es necesaria, no soluciona los problemas de esta comunidad que requiere apoyo, amor y recursos. Un punto del cual poco se habla, es el aporte espiritual que esta comunidad caribeña aporta en las congregaciones evangélicas, que lidian con la secularización de la sociedad chilena, la cuál queda manifiesta en las expresiones de odio y violencia que hemos visto durante el fin de semana. Este aporte espiritual es la impactante fe que manifiestan, desde su discurso, manera de hablar, música que escuchan, bendiciones que expresan al recibir una ayuda y tradiciones religiosas tales como la oración, dar las gracias y otras que demuestran la importancia de Dios en su vida, lugar que lamentablemente cada día en nuestro país desaparece, pero que en estas culturas aún sigue estando firme.
Como mundo cristiano, no hemos visto en ellos la oportunidad de revitalizar la fe de nuestro país, aún cuando esta verdad no debiera ser la motivación para generar en nuestros corazones un sentir de caridad que debiera ser propio de nuestro actuar como cristianos. Si bien es cierto, de todo hay en la viña del Señor, no podemos atacar esta ola de migración juzgando a todos como sicarios, delincuentes o narcotraficantes, pues la gran mayoría sólo quieren un lugar para sobrevivir mientras que, en el fondo de su adolorido corazón, guardan una pequeña esperanza de algún día volver a su hogar, el cuál nunca debieron abandonar.
El desafío de nuestra iglesia es tremendo ante esta coyuntura que afecta al norte de nuestro país. Esto no sólo se trata de esperar a que autoridades nacionales, gubernamentales o eclesiásticas, se muevan para ir en una ayuda transitoria, o mejor, definitiva a esta situación, sino que deberíamos apelar a la acción que cada uno de nosotros, como creyentes, debemos manifestar ante aquel que está con hambre, y no le hemos dado de comer, tiene sed y no le hemos dado de beber, está desnudo y no le hemos cubierto, enfermo y no les hemos visitado, forasteros, y no les hemos acogido. Nuestro discurso hoy más que nunca debiera convertirse en una acción, nuestras palabras en hechos y nuestra predicación, disponer nuestro tiempo y recursos para una acción efectiva por quienes hoy lo necesitan.
Por último, me gustaría citar una pequeña frase de una hermosa alabanza que es parte de nuestros tradicionales himnarios: «Soy extranjero aquí, en tierra extraña estoy; mi hogar está muy lejos, del sol más allá«. Pues bien, entonces debiéramos empatizar con quienes viven nuestra misma realidad.