por Luis Aránguiz Kahn
Pocas personalidades evangélicas influyentes ha habido en el siglo XX que puedan recordarse como se recuerda a John Stott (1921-2011). Anglicano evangélico, profuso comentarista de la biblia y pensador cristiano, ha sido una inspiración permanente para quienes consideran que, como él mismo dijo, creer es también pensar. En julio de este 2021 se conmemoran ya diez años de su incorporación a la iglesia triunfante y, por tanto, quisiera reflexionar con él sobre la crucifixión de Cristo y el significado de Cruz en esta Semana Santa.
Stott fue uno de esos hombres que han sabido aceptar la pasión por la eternidad que caracteriza al cristianismo, sin por ello abandonar la responsabilidad con su época. Era, entonces, un auténtico evangélico, creyente de todo aquello distintivamente cristiano evangélico y, por eso mismo, un ardiente promotor, un evangelizador incansable. Tal vez sea esto lo que lo llevó primero a leer el texto de 1927 Por qué no soy cristiano, del afamado filósofo británico Bertrand Russell y, en consecuencia, a escribir una suerte de respuesta, un libro que en comparación con otros volúmenes parece apenas un capitulo extenso, pero cuyo contenido está vigente para todo cristiano de la era presente: Por qué soy cristiano, cuyas primeras ideas se encontraban ya en una serie de sermones de 1986.
No pretendió ni por mucho refutar nuestro predicador a un filósofo con los méritos de Russell, como bien él mismo señaló. Más bien, quiso hacer el ejercicio opuesto y explicar propositivamente por qué el cristianismo tiene sentido para los creyentes como él, que pese a haber sido formado en la religión cristiana confirmándose como anglicano a los 15 años, vino a experimentar la conversión un par de años después de ese hito. El libro trata sobre una serie de tópicos, entre los cuales no pasa inadvertido el capítulo sobre la Cruz de Cristo.
Si bien desde los primeros días los cristianos se enfrentaron al desafío de dar razón de su fe a paganos y a judíos, las sociedades modernas, confiadas en la luz de la razón, trajeron otro tipo de preguntas. Ya no se trataba de si la religión cristiana era coherente con las profecías judías, o si era veraz su explicación sobre la superioridad de Cristo en relación con otros dioses. Más bien, se trataba sobre si vale o no la pena creer en Dios alguno luego del aumento en la capacidad del ser humano para dominar la naturaleza, terreno inhóspito antes reservado a las divinidades; y luego de descubrir que la religión ya no suple ciertas expectativas de las sociedades modernas. La racionalidad tecnocientífica y, por otra parte, el nihilismo, fueron dos fuerzas que desafiaron a los cristianos porque, si creer en Dios era algo prescindible, cuánto más creer en el Dios cristiano.
Pero el problema no solo estaba fuera de las iglesias, sino también dentro de ellas. Aun cuando había ya por esos días teólogos que racionalizaban las creencias cristianas a tal punto que eran capaces de tratarlas como mitos, negándole al dogma cualquier validez fuera del marco de una naturalización moderna, Stott fue de aquellos que mantuvieron firme una interpretación tradicional. De hecho, su entendimiento de la Cruz solo puede comprenderse si se comienza con su principal afirmación, a mi parecer, en todo el libro, a saber: que “si somos cristianos, no es porque nos hayamos decidido por Cristo, sino porque Cristo se decidió por nosotros” (p. 15). Decisión que no se afirma sobre la casualidad o accidente alguno, sino sobre el amor que Dios tiene por el ser humano, creación excelsa hecha a su imagen y semejanza. Evidencia bíblica de ello hay tanta como el propio caso de Pablo, y en el curso de la historia tantos otros han dado su testimonio como Agustín de Hipona y C. S. Lewis, a quienes Stott no olvida comentar.
Así, el cristianismo se afirma sobre la base de la creencia en Dios que es personal, que es creador, que ama a su creación y que, por ello, la “persigue”, va tras ella en su busca como hace todo aquel que anhela comunicarse con un ser amado. Pero también, y como han defendido los apologetas durante toda la historia, el cristianismo se basa en la verdadera existencia de Jesús y de su divinidad. Estos elementos son la antesala para comprender el valor de la Cruz en el pensamiento de John Stott porque, si él es Dios, la cuestión de importancia ya no es únicamente su persona, sino los hechos que realizó.
¿Qué significado puede tener el que alguien que afirma ser Dios, vaya por voluntad propia a una muerte ignominiosa? Esta misma pregunta, en los primeros siglos, la formulaban los escépticos de la superioridad del cristianismo. Si es todopoderoso, ¿por qué tendría que morir para lograr cierto fin, cualquiera que sea? La respuesta puede tener matices a veces distintos. Por ejemplo, puede señalar que se debía a que el precio del rescate de los humanos del reino de las tinieblas debía ser pagado con un sacrificio inconmensurable. O puede señalar a que era la forma de ejecutar una justicia divina a causa del pecado. Hay otras, pero cualquiera sea la explicación, de todos modos, inevitablemente quedamos ante el rol decisivo de Cristo, su voluntariedad para ir a la Cruz.
No es solo que Dios se encarne, como celebramos en Navidad. Es que aquel Maestro y Señor, ha venido al mundo a sabiendas de lo que le espera.
He aquí la Cruz frente a nosotros, como un misterio. No es solo que haya tenido una enseñanza ética excepcional para orientar la vida de los seres humanos. No es solo que Dios se encarne, como celebramos en Navidad. Es que aquel Maestro y Señor, ha venido al mundo a sabiendas de lo que le espera. En modo alguno ha de restarse importancia a la encarnación, porque sin ella no habría crucifixión. Pero lo cierto es que Dios no tenía necesidad de encarnarse. Sin embargo, y no podría haberlo dicho mejor Gregorio de Nisa, “por causa de la muerte asumió Dios el nacimiento porque el Eterno no se sometió al nacimiento corporal porque tuviera necesidad de vivir, sino por llamarnos de nuevo a nosotros de la muerte a la vida” (p. 117). La traición, el desprecio, las humillaciones y, aún más horrendo, la experiencia del abandono del Padre mismo, todo ello fue necesario que ocurriera, y lo sobrellevó no por una responsabilidad moral ni mucho menos a regañadientes, sino con amor.
¿Qué Dios es aquel que se rebaja a esta muerte, que se encarna para cumplir el propósito de morir? ¿Qué es ese misterio que lleva a Pablo a decir que no anhela conocer sino a Jesucristo, este crucificado (1ª Cor. 2,2)? Stott enseña que hay tres grandes elementos que considerar para profundizar en el misterio de la Cruz, a saber, que la muerte de Cristo implicó la expiación de nuestros pecados, reveló el carácter de Dios y que con ello conquistó los poderes del mal.
La expiación, que es el perdón de los pecados, refleja su contrario: que es la ejecución de un castigo justo. Si, debido a la gravedad del pecado, Dios debía de acuerdo a su naturaleza misma proceder con el castigo, la vida de Cristo fue la forma en que Dios cargó con el castigo que le correspondía recibir al ser humano. De aquí que cuando se dice que Cristo murió por nuestros pecados, no se dice nada menos de que lo hizo en lugar de nosotros al punto que, “si nos preguntamos cómo Dios murió nuestra muerte, sólo podemos señalar a esas tres horas de oscuridad y abandono de Dios en las que Cristo gustó la desolación del infierno en nuestro lugar para que nosotros pudiéramos librarnos de él” (p. 50).
Al ir a la Cruz, Cristo revela una dimensión del carácter divino en la forma de la conjunción de su justicia y amor
El carácter de una persona se muestra en sus acciones, y así mismo muestra Dios el suyo. Al ir a la Cruz, Cristo revela una dimensión del carácter divino en la forma de la conjunción de su justicia y amor. Por una parte, el justo juicio de Dios se ha de expresar en el futuro, en el juicio final tras el cual la bondad reinará; y en el pasado, en el costo del sacrificio, del juicio que se ejecutó en la muerte de Cristo. Por otra parte, su amor se expresa de la misma manera tanto en la esperanza de un cielo nuevo y una tierra nueva, así como en la voluntariedad de entrega hacia los seres humanos. En palabras de Stott, “lo que hemos recibido por la muerte expiatoria de Cristo no es una solución al problema del dolor, sino una evidencia sólida y segura tanto del amor de Dios como de su justicia, a la luz de lo cual nosotros tenemos que aprender a vivir, amar, servir, sufrir y morir” (p. 53).
Por último, la conquista de los poderes del mal. Alguno podría haberse preguntado, ¿cómo puede conquistar cualquier cosa un muerto en una Cruz? Nos contesta nuestro anglicano que “la reivindicación del Cristianismo es que la realidad es exactamente la contraria de lo que aparenta” (p. 54). En la Cruz, las potestades de las tinieblas son expuestas, desarmadas, como falibles, falaces y, en suma, insignificantes ante el poderío de Dios. Porque, y esto bien lo enseñaron los antiguos como el citado Gregorio, “el abajamiento hasta la humanidad es sobreabundancia de la potencia, que no halla obstáculo alguno en las condiciones contrarias a su naturaleza” (p. 101). Encarnarse no es rebajarse, es demostrar su omnipotencia y su muerte lo es tanto más, porque junto con ella iba a venir el milagro de la resurrección. La “batalla cósmica” de la Cruz, como la llama Stott, que entraña la serie de posibilidades que Cristo habría tenido para librarse de ella, acabó con su férrea voluntad de divino amor por aquellos que vino a expiar y salvar mediante esa muerte. Su silencio y su voluntad para resistir el abandono mismo del Padre hasta el último aliento, aquello fue su victoria.
La Cruz, de ser signo de ignominia, se ha constituido signo de honra. De ser signo de muerte, se constituye signo de vida. De ser signo de maldad, es ahora signo de bondad. De ser signo aparente de una derrota, se vuelve signo de la victoria cósmica de un rey coronado con espinas ensangrentadas
La Cruz, de ser signo de ignominia, se ha constituido signo de honra. De ser signo de muerte, se constituye signo de vida. De ser signo de maldad, es ahora signo de bondad. De ser signo aparente de una derrota, se vuelve signo de la victoria cósmica de un rey coronado con espinas ensangrentadas. Así, “la Cruz sigue siendo aun el trono desde el que gobierna el mundo” (p. 54). Puesto que, como ilumina la antigua sabiduría de Gregorio niceno, en la Cruz “toda la creación mira a Él y está alrededor de Él, y por medio de Él se conjuntan todas las cosas” (p. 119), entonces los misterios de la divinidad los aprendemos ya no solo por lo que oímos, sino por lo que vemos. Al ver la Cruz, hemos comprendido, diría él, “los más altos conceptos”. Nos recuerda el niceno que cuando señala Pablo la altura, hondura, anchura y largura del amor de Dios (Ef. 3, 18), estas dimensiones son una imagen, y esa imagen corresponde a las características de la Cruz en que se expresó el amor divino. Todo en el cosmos encuentra su centro en la Cruz, desde la cual fluye rebosante en su altura, hondura, anchura y largura, hacia todos los rincones de la creación, el amor divino.
“¿Por qué soy cristiano?”, se pregunta nuevamente Stott. Entre otras razones, porque “Es la Cruz la que le da credibilidad a Dios” (p. 55). No podría ser este un argumento adecuado para intentar convencer a un incrédulo como Bertrand Russell, porque no cumple con ninguno de los criterios que su racionalidad podría admitir. Pero para quienes han sido perseguidos por un Dios amoroso, reflexionar sobre el misterio de la batalla cósmica que tuvo lugar en el Gólgota en Semana Santa no puede sino ser una razón más para agradecer con humilde corazón quien Cristo es y contemplarle ante la Cruz con íntima adoración porque nunca de tan densa oscuridad ha emanado alguna vez tanta luz.
Referencias
Nisa, Gregorio de. (2014). La gran catequesis. Madrid: Ciudad Nueva.
Stott, John. (2007). ¿Por qué soy cristiano? Barcelona: Andamio.