Por Luis Aránguiz Kahn*
El pentecostalismo es un movimiento que surgió a principios del siglo XX simultáneamente en distintas partes del mundo y en medio de la diversidad de las iglesias protestantes y evangélicas. En términos generales, su base social fueron los pobres, marginados y discriminados. En el caso de Latinoamérica, fueron dos los puntos de comienzo: Brasil, de la mano de Luigi Francescon, y Chile, con Willis Hoover. Desde entonces, el movimiento se ha expandido geográficamente a todo el cono sur, pero también ha tenido un notable crecimiento cuantitativo en los distintos países de la zona. También ha habido un influjo de pentecostalismo externo, especialmente de Estados Unidos.
Por su naturaleza de movimiento, al interior del pentecostalismo convive una amplia heterogeneidad de iglesias, prácticas y creencias. Esto, en términos metodológicos, dificulta el análisis del fenómeno y la posibilidad de brindar una explicación que abarque su diversidad. Por lo tanto, otra vez, si hablamos en términos generales, es posible notar que en el pentecostalismo ha habido una deriva política que puede revelarse en dos sentidos, y que no será desconocida para quienes estén familiarizados de algún modo con este tipo de iglesia.
Por una parte, puede observarse la existencia de un pentecostalismo que se autodenomina “apolítico”. Cabría dentro de esta categoría toda iglesia y creyente que, en nombre de un dualismo moral que observa las conductas no cristianas como mundanas, rechaza el ejercicio político (especialmente en su versión partidista) por considerarlo mundano, es decir, pecaminoso. En quienes mantienen esta forma de pensar, existe una tendencia a reafirmar el status quo. Si bien se evita el ejercicio político, los “apolíticos” tienden a apoyar a los grupos políticos que abogan por la conservación del orden. Así, por ejemplo, no es extraño encontrar pentecostales que apoyaron dictaduras antimarxistas en el siglo pasado, como en los casos de Guatemala y Chile. Lo mismo hoy, es posible encontrar pentecostales que apoyan a partidos moralmente conservadores, con el fin de evitar legislaciones que aprueben el matrimonio homosexual, el aborto y la eutanasia. En cierto modo, lo quieran ellos o no, el “apoliticismo” resulta ser más un horizonte que una práctica, pues ejemplos como estos dan cuenta de que, aunque se resten de formar partidos o participar en ellos, inevitablemente participan de la plaza pública. Por lo tanto, la cuestión que queda es entender este apoliticismo como un acto fundamentalmente político.
Por otra parte, existe un pentecostalismo “político”. Por cuestiones de contexto local, las iglesias y creyentes pentecostales han estado condicionados a la dicotomía izquierda/derecha, que arrastra un campo simbólico construido durante la guerra fría respecto a la tensión URSS/EEUU. Dado que, en general, el pentecostalismo no se formó a partir de la reflexión intelectual sino de la experiencia espiritual, esta dicotomía nuclear a su naturaleza condicionó negativamente la producción de una reflexión atenta a los signos de los tiempos. Esto, en esos días, no impidió que algunos creyentes e iglesias apostaran por un pensamiento de izquierdas. Pero, a la vez, aún hoy no resulta extraño oír a pentecostales que rechazan todo lo que suene o parezca “izquierda” por vincularlo al gran símbolo izquierdista del comunismo soviético y su persecución a los cristianos, por ejemplo. Así, mientras que este espectro de pentecostales que un día fue amigable con proyectos de izquierda, hoy quizá continúa emparentado con proyectos “progresistas”; también pervive el pentecostalismo “conservador”, al interior del cual se han formado grupos con mayor empuje político, interesados en permear partidos moralmente conservadores e incluso interesados en armar sus propios partidos. Ya hay evidencia de políticos evangélicos conservadores en distintos países de la zona como Argentina y Brasil.
Ahora bien, esta tensión no debiese engañarnos. El hecho de que creyentes e iglesias pentecostales hayan ingresado a la política de partidos de diverso modo, o que hayan optado por apoyar externamente a uno u otro candidato o gobernante, no debiese hacernos perder de vista que estas son derivas de la comprensión pentecostal de la presencia de la iglesia en la sociedad, y que en nuestros días cada vez toma más fuerza la posibilidad de construir un pensamiento pentecostal consistente respecto al rol de los creyentes e iglesias en la esfera pública y política. Estas dos derivas han mostrado que el pentecostalismo ha pensado “lo político” únicamente en clave institucional, partidista, pero ha sido incapaz de hacerlo en clave societal, más allá de las estructuras de gobierno. Ha pensado su ideal de polis más que al zoon politikon que la constituye.
De aquí que, tal vez, convenga repensar el “apoliticismo” ya no desde una dualidad moral, sino desde una teología política que lo comprenda como un acto eminentemente político. Esta vuelta de tuerca podría ayudar a los pentecostales a considerar sus acciones políticas más allá del paradigma conservadurismo/progresismo y, así, reformular su comprensión del lugar que juegan en la sociedad toda vez que reafirmar sus propias raíces: el trabajo con los desposeídos, marginados, cuyo solo cambio de vida gracias a la intervención de las iglesias encarna una potencia política al parecer escondida de los ojos de quienes aspiran a detentar el poder. Porque de los pobres -en espíritu- es el Reino.
*Editor responsable de Pensamiento Pentecostal. Licenciado en Letras Hispánicas, P. Universidad Católica de Chile.
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Originalmente publicado en Boletín FUMEC Julio-Agosto, 2016. Versión ampliada del autor.