Por Roger E. Olson*
Hace poco escribí acerca de lo sobrenatural, y que, en mi opinión, muchos evangélicos lo han abandonado —si no lo han negado— a causa de una búsqueda general de respetabilidad. Me parece que donde esta búsqueda evangélica general de respetabilidad se hace más evidente es entre los pentecostales. Todos los cristianos pentecostales hablan muy bien de los milagros, ¿pero cuántos realmente creen en ellos y oran por milagros? Muchos lo hacen, pero sospecho que el número que lo hace es mucho menor que cincuenta años atrás. Según mis observaciones, los pentecostales estadounidenses en gran medida se han fundido con la sociedad estadounidense y han perdido su singularidad —excepto en el papel.
Un rasgo notable del pentecostalismo que está cambiando gradualmente es su antiintelectualismo, y eso me parece una señal positiva de madurez. En el pasado, los pentecostales con inclinación intelectual tenían que trabajar fuera de su tradición (en organizaciones e instituciones evangélicas no pentecostales) o dejar totalmente el pentecostalismo. Hoy existe una abundante y creciente subcultura intelectual entre los pentecostales estadounidenses, lo que se evidencia en la grande y floreciente Sociedad de Estudios Pentecostales y su periódico académico Pneuma. Los líderes pentecostales están mucho menos entregados al antiintelectualismo que hace cincuenta años. No es difícil identificar académicos pentecostales con una reputación que traspasa los márgenes del movimiento: Veli-Matti Kärkkäinen, Amos Yong, Gary Tyra, Frank Macchia, Gerald Sheppard, Russell Spittler, Cheryl Bridges Johns, Stephen Land, Gordon Fee, Craig Keener, James Smith.
El autoexamen pentecostal histórico ha puesto al descubierto un hecho un tanto bochornoso. Casi todos los pentecostales estadounidenses originalmente eran pacifistas, en el sentido de ser objetores de conciencia en la guerra. Durante el primer medio siglo de la historia pentecostal estadounidense, desde 1906 hasta algún momento en la década de 1950, la mayoría de las denominaciones pentecostales tenían expectativas oficiales o tácitas de que sus miembros no «tomarían armas» sino que servirían como no combatientes si eran reclutados. (Yo crecí en el movimiento pentecostal en las décadas de 1950 y 1960 y supe de esto, si bien estaba desapareciendo. Mi pastor de jóvenes había servido como no combatiente en la guerra de Corea y nos explicaba que entonces los pentecostales eran alentados a ello por sus pastores y líderes pentecostales).
Varios libros de estudiosos pentecostales y post-pentecostales han sacado a la luz esta historia olvidada. Más recientemente, Warren Jay Beaman y Brian Pipkin han publicado Pentecostal and Holiness Statements on War and Peace (Pentecostals, Peacemaking and Social Justice) (Pickwick, 2013). Beaman es un viejo amigo mío. Fuimos juntos al seminario y servimos en el personal de una iglesia durante algún tiempo. Hace tiempo, Jay publicó Pentecostal Pacifism (ahora reimpreso por Wipf & Stock). Otro estudioso del pacifismo pentecostal es Paul Alexander, quien, mientras era ministro y teólogo de las Asambleas de Dios, publicó artículos y libros sobre pacifismo y pacificación pentecostal. (Ahora Alexander enseña en el Seminario Teológico Palmer de la Eastern University y dejó las Asambleas). Mi amigo Darrin Rodgers, director de Flowers Pentecostal Heritage Center, me ha confirmado que muchas denominaciones pentecostales alguna vez tuvieron declaraciones o expectativas oficiales o semioficiales acerca del pacifismo y que la mayoría las han abandonado y muchos rehúsan reconocer esa parte de su historia.
Mi pregunta, para la que no ha surgido una respuesta clara, es por qué casi todas las denominaciones pentecostales no solo han abandonado sus inclinaciones pacifistas sino que ahora o niegan esa parte de su historia o no desean hablar de ella. Incluso he sabido de pentecostales pacifistas trabajando en denominaciones que en otro tiempo fueron pacifistas que han sido perseguidos por promover el pacifismo. Es bastante evidente que la actitud pentecostal hacia la guerra ha cambiado completamente. Muchos pastores pentecostales son fuertes defensores de la política exterior estadounidense, incluyendo la guerra, y algunos han catalogado de «traidores» a los opositores a las guerras estadounidenses.
Cada vez que observo un cambio como este dentro de un movimiento específico, quiero saber por qué ocurrió. Una forma de responder a eso es mirar otros cambios en el movimiento que ocurrieron alrededor del mismo periodo y buscar conexiones y patrones.
Cuando crecí en el pentecostalismo, el movimiento estaba casi totalmente compuesto por lo que un estudioso llamó «los desheredados», con lo que se refería a los desfavorecidos de Estados Unidos. (Ver Robert Mapes Anderson, Vision of the Disinherited: The Making of American Pentecostalism [Oxford University Press, 1979]). La gran mayoría de los pentecostales durante el primer medio siglo de la historia del movimiento eran relativamente pobres. Puedo recordar cuando eso comenzó a cambiar en la década de 1950 y especialmente en la de 1960. Mi padre, que fue pastor pentecostal por más de cincuenta años, predicaba contra «el pecado del consumo ostentoso», y sé que no era el único. A medida que los pentecostales se volvían más acomodados, se esperaba que dieran más para misiones. Cuando en nuestra iglesia una familia (en la década de 1950) se compró un nuevo Cadillac fueron sometidos a la disciplina de la iglesia. Ese dinero (la diferencia con lo que habría costado un Chevrolet) podría haber ido a las misiones mundiales, un importante énfasis de los pentecostales de entonces.
Luego llegó la década de 1970 y un repentino aumento de la riqueza de los pentecostales. Había comenzado antes, pero para mí, en todo caso, se volvió evidente en la década de 1970. De pronto los estacionamientos de la iglesia pentecostal se llenaron de costosos autos nuevos. Jamás olvidaré la controversia desatada entre los pentecostales por la construcción de «flamantes templos nuevos» por parte de las iglesias pentecostales. Antes de 1970, la mayoría de las iglesias pentecostales eran relativamente simples: a menudo templos más antiguos comprados a iglesias «históricas» que habían construido templos nuevos en los suburbios. (Sí, había excepciones tales como el Angelus Temple en Los Angeles, la «iglesia matriz» de la Iglesia Internacional del Evangelio Cuadrangular construida por Aimee Semple McPherson en la década de 1920. Pero, en general, antes de 1970 la mayoría de las iglesias pentecostales, incluso las nuevas, eran estructuras simples sin ornamentos arquitectónicos costosos).
En el transcurso de mi vida he visto con mis propios ojos y he experimentado un proceso entre los pentecostales que yo llamaría «acomodación cultural»: la absorción del estilo estadounidense. No me malentiendan. Incluso en la década de 1950 y antes los pentecostales amaban Estados Unidos, principalmente por su libertad religiosa. Éramos patriotas pero resistíamos la «mundanalidad» que incluía la acomodación a la «cultura hollywoodense» y la política. Nos importaba el gobierno y orábamos por nuestros líderes nacionales y locales, pero no participábamos en el gobierno y ni siquiera votábamos en las elecciones. Éramos lo que yo llamo «amish urbanos». Sí, conducíamos autos y teníamos luz eléctrica, pero evitábamos todo lo posible la modernidad mientras vivíamos en la ciudad. Por ejemplo, cuando yo era adolescente, a los jóvenes pentecostales se les prohibía expresamente que salieran con personas no cristianas, y la preferencia mayoritaria era salir con pentecostales. Así que escogíamos a nuestros amigos y compañeros de vida entre los nuestros. Cuando me gradué de la secundaria en 1970, no había ninguna duda acerca de la asistencia al baile de graduación. Teníamos nuestro propio «banquete de graduación» la misma noche del baile.
Parte de ese separatismo era zonzo. Pero no todo. Y era inconsecuente, algo que observé muy temprano y traté de preguntar al respecto sin recibir ninguna respuesta clara. (Por ejemplo, el grupo juvenil bastante grande de nuestra iglesia solo podía andar en patines cuando la iglesia arrendaba la pista por una noche, pero el «disc jockey» tocaba la misma música popular de siempre. Además, aunque en los campamentos juveniles de verano no se permitía que chicos y chicas nadaran juntos, podíamos sentarnos en la orilla y ver al otro sexo nadar. ¡Para los adolescentes eso era casi más excitante!).
Mencioné el «separatismo», pero debo explicarlo. Los pentecostales NO practicamos la «separación secundaria» fundamentalista respecto a otros cristianos. De hecho, nos burlábamos de esa práctica que significaba que los bautistas fundamentalistas, por ejemplo, no participaban de las cruzadas evangelísticas de Billy Graham, no se unían a la Asociación Nacional de Evangélicos, ni participaban en organizaciones paraeclesiásticas interdenominacionales tales como Juventud para Cristo. Nosotros hacíamos todo eso. Quizá esa sea parte de la razón por la que los pentecostales gradualmente dejaron (para todos los efectos prácticos) de nombrar pastoras, y adoptaron la creencia en la inerrancia bíblica y comenzaron a entrar en la cultura estadounidense incluyendo la política. (Creíamos en la autoridad bíblica para la fe y la práctica pero no hablábamos de «inerrancia», término que nunca escuché hasta que asistí a un seminario bautista, y creíamos en el buen gobierno pero solo orábamos por él).
En algún momento de la década de 1950, comenzó a emerger un nuevo impulso, una nueva disposición entre los pentecostales estadounidenses. Creció en la década de 1960 y alcanzó la plena realización en la de 1970. A ese impulso yo lo llamaría «americanización», en el sentido de una adopción acrítica del «estilo estadounidense» de definir «la vida buena» según los valores de la clase media, la movilidad ascendente, la buena ciudadanía (definida como participación en la vida política), el nacionalismo estadounidense, el individualismo y el consumismo. Junto con eso vino no solo un cambio en el pacifismo pentecostal sino una negación del mismo, al punto de eliminar los registros de aquel de las declaraciones, publicaciones, y otros documentos pentecostales. Los investigadores pentecostales me han contado que les resulta muy difícil lograr que los líderes pentecostales recuerden y revelen los cambios que hicieron sus antecesores a sus declaraciones doctrinales oficiales que solían incluir el pacifismo.
Ahora bien, yo no soy pacifista, así que personalmente no me opongo a ese cambio en la creencia y la práctica pentecostal. Lo que me preocupa es la tendencia de los líderes pentecostales a negar esa parte de su herencia y a avergonzarse de ella. Semejante cambio debería abordarse teológicamente y realizarse de un modo que quienes lo realicen y sus herederos puedan estar orgullosos de él y defenderlo. Mi sospecha es que no fue así. En general, en todo caso, dicho cambio se infiltró y extendió como parte de un proceso gradual de acomodación cultural. Hoy los pacifistas entre los pentecostales suelen ser mirados en menos cuando no perseguidos. Y eso no se debe a un cambio concienzudo y teológicamente reflexivo; se debe a la americanización pentecostal: un proceso gradual de acomodación cultural que sucedió casi inconscientemente y aún no se reconoce o admite plenamente.
*Teólogo pietista estadounidense. Doctor y profesor de teología, ordenado pastor bautista.
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Originalmente publicado en Patheos, 2015. Traducción de Elvis Castro Lagos.