¿Por qué es un drama ser hijo de pastor? – Por Benjamín Almendras

candado

Por Benjamín Almendras Espinoza*

No me gusta sacar a relucir que soy hijo de pastor, no porque me avergüence, sino porque en el ambiente evangélico se suele interpretar como fanfarronería. Cuando nací, mi padre ya era pastor, y cuando falleció, yo ya contaba con más de 40 años de edad, y aunque ahora milito en otra denominación, el amor de mi padre por la obra de Dios, su preocupación hasta el último momento por su amada congregación y el dolor de ésta al verlo partir, como quien pierde a un padre, me enseñaron a amar y respetar a mis hermanos pentecostales. Por eso espero que esta reflexión (tal vez algo dura) le pueda servir a alguno de ellos, ya sea pastor, hijo de pastor, esposa de pastor, o hermanos en general, que quieran comprender el motivo por el cual se considera un calvario ser hijo/a de pastor.

La mayoría de las iglesias latinoamericanas, especialmente las pentecostales, fueron influenciadas por el movimiento de santidad originado en los Estados Unidos, a fines del siglo XIX. Este movimiento puso énfasis en la santidad personal como medio para agradar a Dios, y si bien esta enseñanza es correcta, se hace en desmedro de otra doctrina que otrora fue el pilar del mensaje evangélico, la mecha que encendió la Reforma del siglo XVI y a la cual el apóstol Pablo dedicó una parte central en sus cartas: la salvación por gracia. Somos salvos, no porque hayamos impresionado a Dios con nuestra conducta “santa”, sino por los méritos de Cristo en la cruz, y a esta salvación por gracia se accede sólo por medio de la fe (Romanos 1:17; Efesios 2:8-9). La santidad es una consecuencia de la obra del Espíritu Santo en el creyente, no un requisito para que éste obre. Sin embargo, el movimiento de santidad influyó en el naciente pentecostalismo de principios del siglo XX para que pusiera énfasis en la santidad en desmedro de la gracia.

¿Y qué tiene que ver eso con los hijos de los pastores?

¡Mucho! Porque ha hecho que el evangelio se predique desde una especie de pedestal de superioridad moral, se espera de un cristiano que está llamado a ser más santo que el resto de los mortales, pasando por alto que seguimos siendo pecadores. Este énfasis es notorio cuando en el punto de predicación recitamos el texto de 1 Timoteo 1:15 “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores…” y omitimos la última parte del versículo: “De los cuales yo soy el primero”. O sea, Pablo seguía considerándose pecador aún después de su conversión, pero a nosotros parece que nos avergüenza reconocerlo públicamente.

Este énfasis en la santidad personal en desmedro de la gracia, hace que los pastores prediquen un “estándar de santidad” que primeramente tienen que vivir ellos… ¡y sus familias! Por lo tanto, es lógico que sus congregaciones les exijan cumplir ellos primeramente en sus vidas privadas el estándar de moralidad que predican desde el púlpito. Y empleo la palabra “moralidad” en reemplazo de la palabra “santidad”, porque han convertido el evangelio precisamente en eso: un conjunto de reglas morales que debemos cumplir para alcanzar la santidad “sin la cual nadie verá a Dios”. ¿Y la cruz de Cristo? Ha pasado a ser “una más” de las tantas doctrinas de la Biblia que se dan por sabidas.

A todo eso, sumemos el hecho de que la moralidad o santidad se entienden, no necesariamente según la Biblia, sino según los usos y costumbres de la época en que nuestros ancianos conocieron el evangelio, esto es, la primera mitad del siglo XX. Por lo tanto, todos los cambios sociales y culturales ocurridos después son considerados pecaminosos, inmorales o mundanos, ya sea que vayan o no en contra de lo que la Biblia enseña. Por el sólo hecho de ser “novedosos”, son merecedores de la mayor sospecha, para que “el mundo no entre a la iglesia”. Aquí aprovecho de decir algo que a muchos no les va a gustar: hace un rato que la Biblia dejó de ser nuestra norma de fe y conducta, para ser reemplazada por los usos y costumbres de la sociedad conservadora de mediados del siglo XX. La Escritura la usamos solamente para justificar nuestras ideas preconcebidas respecto de lo que culturalmente entendemos como santo o impuro.

No estoy descubriendo la pólvora, sólo estoy diciendo lo que cualquier persona con sentido común, que observe y escuche a la mayoría de los evangélicos entiende, entre los cuales se encuentran -por cierto- muchos hijos de pastores, que llegados a cierta edad deciden salir de sus congregaciones, no por una rebeldía sin causa: muchas veces ni siquiera es una rebeldía contra Dios o contra el evangelio, sino contra un sistema religioso, una estructura eclesiástica que oprime y aísla a quienes no encajan en la subcultura evangélica.

No estoy promoviendo que nos olvidemos de la santidad para irnos a un libertinaje sin ley, sino que aprendamos a armonizar santidad y gracia; que son complementarias; que sin la gracia, la santidad es imposible; que la ley de Dios nos fue dada como parte de la gracia, y no como algo contrario a ella. No nos vayamos del extremo del legalismo para irnos al extremo opuesto del antinomianismo, vivamos en el justo equilibrio llamado evangelio, y recordemos que nuestra única regla de fe y conducta es la Biblia y no el contexto cultural en que la aprendimos.

Por otra parte, la doctrina del sacerdocio universal de los creyentes, en la mayoría de las Iglesias y púlpitos, no se sabe ni deletrear. ¿Qué enseña esta doctrina? (En castellano, por favor, dirán algunos)

La explicaré a grandes rasgos, y de la manera más simple que pueda: todos somos sacerdotes, desde el pastor u obispo hasta el portero o la hermana que limpia los baños, todos los creyentes somos sacerdotes, y Jesucristo (sólo Él) es nuestro sumo sacerdote. Esta es una doctrina cardinal que nos separa como evangélicos de la Iglesia Católica Romana, la cual considera a sus clérigos como sacerdotes e intermediarios entre Dios y los hombres.

Sin embargo, nuestro evangelicalismo criollo considera a los pastores como unos “ungidos”, que en su calidad de tales están por sobre los demás creyentes. (Se me viene a la mente la anécdota del pastor nuevo que se molestó con alguien que lo trató de «hermano», recalcándole que él ya no era su hermano sino su pastor). El sociólogo suizo Christian Lalive d’Pinay, en su libro El refugio de las masas, escrito en la década de los ‘60, explica el crecimiento de los evangélicos en Chile. Allí señala que en la primera mitad del siglo XX, el campesino que emigraba del campo a la ciudad, encontró en las iglesias pentecostales una estructura de poder similar a la que había vivido en la hacienda, donde el pastor pasaba a ocupar el rol paternal del patrón de fundo. Esta situación, sumada al sistema de gobierno episcopal, heredado del metodismo, explica la forma autoritaria de gobierno que suele darse en la mayoría de las iglesias pentecostales, especialmente en las más antiguas.

Se olvidan (o sencillamente pasan por alto) que la Biblia ordena en 1 Pedro 5 que los ancianos deben apacentar la grey de Dios no por fuerza, sino voluntariamente, no como teniendo señorío sobre los que están bajo su cuidado. Cristo mismo dijo en Mateo 20:25-28: “Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Más entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos.”

Este pedestal de superioridad en que se pone a los pastores, alcanza también a sus familias, convirtiéndolas en pequeñas “monarquías pastorales”, donde la sucesión no pocas veces se ha transformado en una verdadera “dinastía pastoral”. En algunas iglesias, tocar a un hijo del pastor puede llegar a ser casi tan grave como “tocar al ungido”, lo cual convierte a los hijos de los pastores, en algunos casos, en personas soberbias y arrogantes, y en otros, en personas aisladas y amargadas. Delante de ellos no se puede hacer una crítica directa a su padre ni a ellos mismos (aunque a sus espaldas la hagan igual). Es como una artista parado en un pedestal, al que es fácil admirar y aplaudir, pero también es más fácil hacer puntería y arrojarle tomates o desperdicios.

Por eso es que los hijos de los pastores están sometidos innecesariamente a una presión mayor que el resto de la hermandad y, tarde o temprano, la vida cristiana se termina convirtiendo para ellos en una lucha por agradar a los demás, donde nunca se alcanza a dar el ancho. Eso ha provocado frustraciones, rebeldías, abandono del hogar, alcoholismo, drogadicción y hasta suicidios en algunos hijos de pastores, lo cual no necesariamente es porque se esté sufriendo a causa del evangelio, sino que se están cosechando las consecuencias de un evangelio mal aprendido que, aunque se niegue, en la práctica, promueve la salvación por obras, donde la santidad se alcanza por la moralidad y la buena conducta del creyente, y no por la fe en la obra redentora de Cristo en la cruz.

Por eso no soy muy amigo de esas iniciativas de contención emocional y apoyo espiritual para los hijos de los pastores, que sólo ponen paños fríos para intentar aliviar la fiebre, en vez de administrar el antibiótico que combate la infección que la causa.

Resumo en tres los errores principales:

  1. Olvido de la doctrina de la salvación por gracia por medio de la fe, para terminar predicando un mensaje moralista de salvación por la buena conducta.
  2. No saber distinguir entre el evangelio y el contexto cultural en que nuestros ancianos lo aprendieron, lo cual hace que terminemos enseñando los usos y costumbres de mediados del siglo XX, en vez del evangelio mismo.
  3. Completo abandono de la doctrina del sacerdocio universal de los creyentes, poniendo a los pastores en un pedestal que le corresponde sólo a Cristo, administrando la iglesia como patrones de fundo y no como siervos de Dios.

Hay quienes dicen que no hay que preocuparse mucho por asuntos teológicos sino más bien de cosas prácticas, pero creo que aquí tenemos un buen ejemplo de cómo un mal entendimiento teológico puede llevar a una mala práctica que es dañina para la iglesia.

Las últimas palabras que mi padre me dirigió antes de partir, fueron una súplica para que perdonara todas las ofensas que pude haber recibido mientras le colaboraba en su ministerio, junto con la confianza en que Dios se encargue de arreglar todo lo malo. Eso me otorgó una profunda paz al momento de la despedida, y luego, ver a mis hermanos en la fe llorar la partida de mi padre como si ellos hubieran perdido también al suyo. Después de todo, ellos no diseñaron el sistema religioso que los rige, y que, en gran medida, también les afecta.

Por eso, aunque esta crítica pueda parecer dura, no guardo rencor hacia nadie. De hecho, creo que el amor y respeto hacia mis hermanos pentecostales es uno de los principales legados que me dejó mi padre, pero así también creo mi deber exponer las deficiencias de un sistema religioso que no da toda la gloria a Cristo, ni pone a su evangelio en el lugar que se merece, junto a una estructura eclesiástica que no está diseñada conforme a la Palabra de Dios, y que causa mucho daño a las congregaciones, a los hijos de los pastores, y finalmente a los mismos pastores que la enseñan y practican.

Espero que esta (no tan) corta reflexión ayude a más de algún/a hijo/a de pastor a entender la problemática que le afecta y a no guardar rencor hacia sus hermanos en la fe; porque en definitiva, no son ellos los causantes de su aflicción. Asimismo, ayude también a la congregación a entender mejor a los hijos de los pastores y, tal vez algún día, Dios les permita cambiar este sistema anti-bíblico, al que mi conciencia no me permitió seguir aceptando.

Suyo en Cristo,

Benjamín Almendras Espinoza

*Hijo del fallecido pastor presbítero de la Iglesia Metodista Pentecostal de Chile (IMPCH) en Angol, Benjamín Almendras Almendras. Actualmente, miembro de la Iglesia Presbiteriana de Chile (IPCH).

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