¿Sobrevivirá el pentecostalismo clásico? – Por Luis Aránguiz

Predicación del cuerpo de voluntarios de la Iglesia Metodista Pentecostal de Jotabeche, liderada por el hno. oficial Oscar Lorca entre 1965 y 1967.

Por Luis Aránguiz*

Probablemente con sólo leer el título alguien ya esté preguntándose ¿a qué debería sobrevivir? Es más, ¿corre algún riesgo? O ¿cómo es posible siquiera que se piense que no sobrevivirá a algo? La justificación de esta pregunta y su respuesta dependen de lo que definamos como ‘pentecostalismo’, y de las condiciones que posibilitan su existencia como tal. Así, también, podremos pensar qué condiciones imposibilitarían su existencia.

En otro momento he sostenido la idea de que el pentecostalismo -es decir, el clásico- necesita dos cosas: adoptar un espíritu autocrítico, y luego a partir de él definirse histórica y teológicamente. Esto implica, en breve, que debe volcarse a lo ocurrido en 1909. De algún modo, hay quienes podrían experimentar cierto recelo ante esta propuesta no solo por considerarla un ejercicio intelectual y por lo tanto innecesario –esto para los pentecostales que privilegian más la vida espiritual que otra cosa-, sino también por considerarla difícil debido a la aparente ausencia de lo que podríamos llamar una intelligentsia pentecostal –aunque me parece que cada vez son más las personas que podrán conformarla en un futuro cercano.

Es cierto que esta idea entraña una clara vertiente intelectual, no hay que negarlo. De hecho, es absolutamente requerida. Sin embargo, quisiera discutir que esa sea la única vertiente. Cuando pienso en que es necesario volcarse con un espíritu autocrítico a la historia y teología del movimiento pentecostal, estoy pensando también en un ejercicio espiritual. Puede sonar extraño en primera instancia. Pero partamos por una cuestión determinante: ¿Qué es el pentecostalismo exactamente? Más bien ¿Qué es lo que hace que cierto grupo de creyentes pueda denominarse pentecostal y no simplemente metodista, presbiteriano, anglicano, bautista, etc.? En general, cada denominación tiene lo que podríamos llamar un carisma, es decir, una cualidad que la hace distintiva. En términos generales, los presbiterianos podrían distinguirse por su confesionalidad, es decir, la adherencia a cierta confesión de fe; los bautistas, por su proclama del bautismo por inmersión; y podríamos seguir con otras iglesias. La cuestión es ¿Cuál es el carisma pentecostal? Ciertamente, no su confesionalidad como sucede con los presbiterianos. Tampoco su postura frente al bautismo -porque las hay diversas-. Entonces, ¿qué es lo que hace que el pentecostalismo sea tal?

Si bien hay un prejuicio extendido acerca de lo que es el pentecostalismo a nivel de sociedad, no es menos cierto que también este está dentro de las propias iglesias pentecostales. Me explico. En nuestro país el estereotipo del pentecostal consiste en una persona con terno y corbata, preferentemente pobre o clase media, que predica en la calle a viva voz, que en ciertos casos toca guitarra y pandero, que está muy interesado en que otras personas lleguen a la iglesia, que se trata de “hermano” con otros miembros de la comunidad, que no fuma ni consume bebidas alcohólicas, etc. El problema con este estereotipo es que pareciera que los propios pentecostales se lo han creído al pie de la letra, no digo que ocurra con todos, pero he tenido la oportunidad de observar que hay pentecostales que se definen a sí mismos frente a otros cristianos precisamente de esta manera: comparando costumbres. Obviamente, todas ellas afirmadas en ideas tales como “lo hago porque le agrada al Señor”.

Este es un asunto de importancia vital para el pentecostalismo. Aparejado a este primer estereotipo existe otro. El del “canuto loco”, no solo porque predica en la calle aunque aparentemente nadie le preste atención, sino porque tiene vivencias espirituales como el hablar en lenguas, danzar, y otras más. Este segundo estereotipo es interesante porque, si bien es bastante difundido y objeto de burlas, refleja dos cosas: en primer lugar, que la gente intuye lo que es un pentecostal más allá de las meras formalidades de conducta, y también sirve para evaluar cuán lejos o cerca están los propios pentecostales de él. Partiré con el lado positivo: el hecho de que la gente relacione al pentecostal con esa práctica significa que, de algún modo, ésta ha pervivido. El lado negativo es, sin embargo, el cómo esta práctica ha pervivido. La palabra “pervivir” no es accidental. Es un hecho ampliamente sabido que el pentecostalismo nació debido a sus prácticas espirituales. Pero ¿en qué consistía exactamente esto?

Para responder la pregunta de unos párrafos atrás, y asumiendo que hay otros elementos secundarios, sin embargo diremos que lo que hace que el pentecostalismo sea pentecostalismo, es una forma específica de espiritualidad que sólo éste practica entre todas las otras formas de fe evangélica. Esta práctica o elemento primario es lo que llamaré una experiencia fundante, a saber, lo que ellos denominan “bautismo del Espíritu Santo”. Las dimensiones teológicas y semánticas ampliamente discutibles de ese término no son de mi interés por ahora. Quiero enfocarme en la particularidad del fenómeno. Desde un principio se le describió como una experiencia espiritual que consistía en la manifestación de la potencia divina en modos específicos e individuales a cada creyente, como el hablar en lenguas, profetizar, curar enfermedades y otros. Esto es lo generalmente sabido. Pero hay otra dimensión que no refiere a la experiencia, sino al método de búsqueda de la misma. El pentecostalismo generó desde un principio un método para buscar esta experiencia. Por ejemplo, en el caso de Chile se practicó el arrepentimiento individual en modos como la confesión de pecados, pública o privada (sobre todo cuando se trataba de ofensas entre hermanos) junto con estrictas formas de oración y ayuno. El conocido avivamiento de 1909 no fue fortuito, sino que se produjo después de 7 años en que los hermanos se habían hecho esa pregunta fundamental “¿qué impide que nosotros seamos como la iglesia primitiva?”. Por lo demás, el fin de efectuar este método no era la mera búsqueda de estas experiencias, sino el resultado que estas traerían, que no sería otro que la santificación. La santificación era entendida como un encuentro más profundo con Dios en que el creyente era fortalecido para vivir una vida de santidad constante. Además, hay que considerar que si bien se trata de una experiencia interior individual, ésta se busca en comunidad. El pentecostalismo y su experiencia se viven esencialmente en comunión con otros creyentes. En otras palabras, a diferencia de otras experiencias de orden místico, esta es originariamente comunitaria.

De este modo, vemos que estamos frente a un proceso compuesto de cuatro grandes elementos: un método de búsqueda, una experiencia fundante y la santificación, en un espíritu comunitario. Así, lo que permitió su existencia y propagación no fue el mero hecho de que ocurriesen “locuras” como lo habrían denominado en esos días los no creyentes en esto, o “bendita locura” como suelen denominarlo los pentecostales hasta hoy. Su existencia y propagación se debió, más bien, a un deseo intenso por profundizar una vivencia interior con la divinidad, mediante un método que involucró todas las dimensiones de vida del creyente, que tuvo como eje la vivencia de una experiencia espiritual de orden carismático con manifestaciones prácticas. Así, lo que se llama “avivamiento pentecostal” deja de ser un simple estallido de emociones incontroladas y bulliciosas, sino un punto de inflexión entre una intensa búsqueda espiritual y el deseo de una vida cristiana en santidad perdurable.

Ahora que hemos definido lo que hace que el pentecostalismo sea pentecostalismo, podemos aventurarnos a pensar cuáles son sus amenazas y cómo podría afrontarlas. La amenaza externa es la misma que para todas las iglesias cristianas, a saber: la influencia de aspectos culturales que irían contra las enseñanzas fundamentales del Evangelio, y con esto no me refiero a usar o no terno y corbata, sino más bien a cosas tan evidentes como la cultura del consumo, gracias a la cual ha sido posible que se construya todo un discurso religioso en torno a la prosperidad material de los creyentes. No es este el momento de tratar este asunto, pero sin duda el pentecostalismo ha sido incapaz de hacer frente a esta mentalidad que fomenta un individualismo dañino para la vida comunitaria. También podríamos mencionar su creciente afición a buscar pactos políticos para proteger su agenda y status ante las autoridades civiles. Esto requeriría otro tratamiento.

La amenaza que me interesa remarcar aquí es la interna. Asumiendo desde ya que lo que digo es en general y que hay excepciones cuya existencia reconozco, en mis observaciones he podido captar no solo que parece haber una generación de pentecostales -la mía- que no ha experimentado el bautismo del Espíritu, y no solo que aparte de eso desconoce tanto el método para llegar a él como el fin que se propone con su obtención, sino que ni siquiera escuchan sermones sobre él (aun si estos están solo enfocados en la experiencia fundante y nada más que ella). Esto es preocupante, porque si consideramos que es esto y no otra cosa lo que hace que el pentecostalismo sea pentecostalismo, entonces la pérdida de esta experiencia junto con la pérdida de su método y su fin, conllevaría al término del pentecostalismo mismo. Puede que conserve sus templos, que haya una cantidad considerable de fieles, que su moralidad sea correctamente preservada, incluso que haya uno que otro hermano que aun hable lenguas o tenga experiencias espirituales carismáticas. Pero sin la búsqueda comunitaria y constante de esta experiencia, y más aún, sin el deseo de vivirla, es imposible que tal comunidad pueda llamarse pentecostal con propiedad. Del mismo modo, alguien que participa en una comunidad pentecostal pero que no ha tenido siquiera la intención de buscar el bautismo espiritual –aun si no lo recibiera, que al menos lo desee-, el tal no puede ser llamado pentecostal a menos que ser pentecostal no sea más que vivir disfrazado de cierta manera moral y costumbrista.

Por lo tanto, la pregunta específica es ¿sobrevivirá el pentecostalismo a su propio devenir? Hay quienes han sostenido que esta sería la última generación pentecostal, que de aquí a unos años no solo disminuirán los interesados en ser pentecostales, sino que incluso miembros de estas iglesias las dejarán paulatinamente. Además, las cifras censales muestran un estancamiento de su crecimiento que ya debiese preocupar. Lejos de considerar estos factores como mera especulación, lo que está en juego es mucho más que llenar un templo con “almas salvadas” que se ponen el terno o la falda. Se trata de algo más profundo y cuya trascendencia la lograron comprender unos porteños que vivían entre la pobreza de los cerros de Valparaíso, sin grandes catedrales evangélicas ni coros de voces o instrumentales multitudinarios, ni con hermanos empresarios o de enorme potencial profesional, ni con teólogos renombrados. Ellos, sencillas personas, quisieron una incomparable experiencia con Dios que era mucho más que llorar y saltar en una reunión, o “sentir las caricias de papá” en un encuentro de tres días y después volver a la rutina sin más intención que satisfacerse a sí mismos. Ellos deseaban vivir en contacto con Dios, serle fieles, y también sabían que eso se conseguía siendo sinceros con él, arrepintiéndose de sus pecados y esforzándose en la gracia de Dios para vivir una vida en constante santificación.

Las iglesias hoy han alcanzado un enorme potencial económico, incluso político que las hace interesantes para la cacería de votos. Cada vez se alcanza más status social. Pero todo esto no es más que apariencia. Ni el empoderamiento socio-económico ni la nueva promoción de emocionalidad desbordante pueden ocultar el hecho de que el pentecostalismo no tiene la intensidad de antes. Y la razón por la cual está perdiendo esa intensidad no es que estemos en el fin de los tiempos -que es la excusa más común-, sino lo que los hermanos ancianos que probablemente vivieron avivamientos reales y no simples explosiones de “fuego de viruta” -como habría dicho Willis Hoover- han llamado: falta de oración. Estoy en completo acuerdo con ellos. Porque esto ha sido siempre el principio de los avivamientos en serio. Y a ello agregaría dos cosas más. La pregunta que los primeros pentecostales se hicieron jamás habría podido aparecer si primero no hubiesen leído la Biblia. Es decir, el avivamiento tiene en su raíz la lectura y fe en que el relato escritural puede ser realidad nuevamente, actualizado al contexto de quienes lo creen. La segunda cosa que agregaría, aparte de la Biblia, es una teología implícita que daba preeminencia al fin de la experiencia fundante y no a su mera vivencia; la meta no era tener la experiencia, era estar más cerca de Cristo, había un afán cristocéntrico que además tenía en su horizonte tener “poder de Dios” para que otras personas conocieran a Cristo.

Si el pentecostalismo sobrevivirá o no (digo, el pentecostalismo en serio, no lo que ha quedado de él después de cien años, y que vive más de un recuerdo de glorias pasadas que de resultados actuales) ello dependerá, desde mi punto de vista, de una sola cosa definitoria: que los pentecostales vuelvan a hacerse la pregunta de 100 años atrás: “¿qué impide que nosotros seamos como la iglesia primitiva?” O “¿qué impide que seamos como la iglesia de 100 años atrás?” Pero para querer ser como la iglesia primitiva en cuanto a la cercanía con Dios, primero se requiere que se lea sobre ella. Luego, que se tenga un deseo tan profundo por conocer a Dios como el que tuvo ella. Y este deseo profundo vendrá cuando la Biblia vuelva a ser tomada en serio por los pentecostales, no ya como un amuleto con el salmo 91 ni para llevarla bajo el brazo al templo y abrirla solo en la reunión, sino estudiarla, apropiarse de lo que dice de Dios y de lo que él hizo con sus hijos en otro tiempo. Quizá ahí se descubra que el pentecostalismo no era solo terno, corbata, predicar en la calle, ocasionalmente tocar algún instrumento y llorar de vez en cuando. Sino algo que no cualquiera puede ofrecer: una experiencia con Dios que, como suelen decir los hermanos que predican en las calles “cambia completamente la vida” de quien la vive. Y al igual que los antiguos, no se avergonzarán de decir que son pentecostales, porque su experiencia vale más cualquier cosa. Pero para que se tenga esa fortaleza, la experiencia debe ser real y no un sucedáneo, con la potencia que se experimentó en el Aposento Alto, o en esa calle Retamo que aún está escondida en Valparaíso. Ahí está la condición de posibilidad de sobrevivencia del pentecostalismo. Así que ¿Son pentecostales los pentecostales de hoy? El pentecostalismo es, como mínimo, lo que se ha dicho. Ese es el primer parámetro. Pero también puede ser mucho más. Acercándose cada vez más a la tradición teológica cristiana y protestante, puede no solo sobrevivir sino fortalecerse y buscar un avivamiento cuya llama “avive los huesos secos” como habría dicho algún viejo predicador.

*Editor responsable de Pensamiento Pentecostal. Licenciado en Letras Hispánicas, P. Universidad Católica de Chile.

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Texto publicado originalmente en Red Evangélica, 2015. Reproducido con autorización.

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