Por David Beltrán*
En el contexto pentecostal (donde he nacido y he sido formado) se manifiestan diferentes prácticas que tienen que ver más con tradición que con lo que enseña la Biblia. Ahora bien, no creo que la tradición sea mala, porque tiene aspectos positivos. Por ejemplo, nos hace ver que somos parte de una historia, porque la Iglesia es en esencia histórica y, además, nos muestra cómo hace años atrás los cristianos pensaron la vida de la iglesia (habrán muchos aspectos positivos más, sin duda).
Especialmente en mi contexto, hay tradiciones muy particulares que, con el tiempo, se han vuelto normativas para la comunidad, o bien, se establecieron como normas para luego hacerse tradición, sobre todo en lo que tiene que ver con la apariencia y la forma de vestir (de aquí en adelante la atención estará centrada en este tipo de tradiciones normativas). Por ejemplo, la mujer no debe usar pantalones, tanto en su vida cotidiana como en los cultos; ella tampoco debe teñir su pelo. En el caso de los varones, no deben ir a los cultos con barba (pero sí con bigote), ni tampoco sin cubrir sus brazos y piernas (esto se aplica también para mujeres), incluso el uso de jeans y zapatillas en el culto es mal visto. Lo ideal es que los varones asistan a los culto rasurados, con un corte de pelo decente, con corbata y, en lo posible, con terno (ir solo con suéter también es mal visto).
La razón de estas prácticas
Los argumentos para continuar con estas prácticas son diversos (desde una visión del templo como “casa de Dios” hasta los argumentos más burdos que se puedan imaginar). Pero el más común es que “debemos vestir así porque las autoridades de la iglesia lo dicen”. Y la comparación habitual es que, como en cualquier empresa o institución (especialmente las FF. AA.) hay normas que cumplir y todos deben someterse a ellas, así también en la iglesia, todos los miembros deben someterse a lo establecido. Esta sumisión a las normas de la iglesia como institución es una muestra de que la persona tiene “una obra de Dios”, por el contrario, el que no se somete no ha conocido a Dios.
Como verán, estas tradiciones se convierten finalmente en señales de tu espiritualidad: si las cumples estás bien con Dios, pero si no obedeces es una señal de que estas lejos de Dios. Y a la vez, se cae en el problemático y peligroso reduccionismo “Dios es la iglesia” y “la iglesia es Dios”.
Mi intención al escribir esto es plantear otra base para el diálogo, aparte de la idea de la sumisión a la autoridad, idea que, por cierto, resulta muy cómoda para aquellos que insisten en continuar con estas tradiciones, pero que a su vez presenta grandes problemas.
Antes de hacerlo, quiero dar un argumento positivo, no necesariamente a favor, en relación a estas normas, basado en la idea de la “sumisión”: Si una persona es parte de una iglesia, debe asumir las formas y normas que esta tiene, como muestra de su amor a Dios y a la comunidad. Así, el “cristiano maduro” será capaz de pasar por alto aquellas formas que le incomodan y se hará parte de las prácticas de la iglesia, sean de su gusto o no. Por ejemplo, se va a vestir como sus hermanos para no generar conflictos, dejando sus propios intereses de lado para mantener la paz en su comunidad (siempre y cuando su forma de vestir no se haya convertido en un objeto de idolatría).
No obstante lo anterior, el tema de fondo no es si en humildad y amor (o por simple obligación, miedo o costumbre) me adapto a la realidad de mi comunidad, sino que es el significado y efecto que tiene para la comunidad el seguir la tradición normativa de la iglesia local y cómo esta es coherente o no con el Evangelio de Jesús. Así que, aquí van los argumentos que podrían considerarse como una nueva base para el diálogo acerca de la continuación de estas tradiciones normativas dentro de algunas iglesias pentecostales.
El problema de la discriminación y exclusión
He notado que cuando alguien dentro de la iglesia no se somete a las normas establecidas, generalmente arguye que “la Biblia no prohíbe esto o lo otro” y por eso no pueden obligarlo a hacer o dejar de hacer algo. El problema es que para muchos, especialmente para los líderes, esto no es un argumento válido, porque es obvio que hay muchas cosas dentro de las prácticas eclesiales que no están normadas en la Biblia. Es por ello que hay que argumentar y dialogar desde otra perspectiva y creo que el Evangelio debe ser el centro de este diálogo (por muy obvio que sea). En este sentido, cuando se establece una norma aplicada a algo exterior, como lo es la apariencia física, lo lógico es que esta norma poco a poco (si no de inmediato) se convierta en un criterio de discriminación que termine siendo un medio de exclusión. Por ejemplo, si el varón llega con barba a la iglesia, será considerado como inferior al resto que llega rasurado (discriminación), y luego, se dirá (como lo he escuchado) que no es cristiano porque no se somete a la norma establecida, lo cual lo hace virtualmente ajeno a la comunidad (exclusión), aunque asista a los cultos. Y así pasa con cada uno de los casos que tienen que ver, sobre todo, con la apariencia física.
En este contexto, hay principios evangélicos que son pasados a llevar o, más bien, son negados, como la tolerancia y, sobre todo, el amor incondicional e indiscriminado, tan característico en Jesús. Él nos dio ejemplo de cómo el amor hacia Dios se evidencia en un amor incondicional e indiscriminado hacia el prójimo. Jesús aceptó y amó (no discriminó) a los marginados de la sociedad y procuró su restauración integral.
Adelantándome al siguiente punto, queda claro que el cumplimiento de estas normas tiene un sentido más profundo que simplemente “cumplir con un deber en sumisión”, ya que otorga un sentido de superioridad moral a aquel que las cumple y como veremos, se convierte en un “elemento santificador”.
El problema del legalismo
Generalmente el legalismo es aplicado a la justificación (ser declarado justo y aceptado por y ante Dios). En este caso, sería añadir obras (de acuerdo a una ley) a la fe para ser declarado justo por Dios. Sin embargo, el legalismo también puede ser aplicado al ámbito de la santificación (el proceso de transformación progresiva conforme al carácter de Jesús). Cabe mencionar que la santificación dentro del contexto pentecostal tiene más que ver con ser diferente al “mundo” (personas no convertidas) que con parecerse a Jesús. Es por ello que “si la forma de vestir me hace diferente a las personas de afuera” entonces se convierte en un medio de santificación. Y eso también es legalismo: imponer y seguir normas creyendo que ellas “me harán más santo ante Dios”.
Estas ideas son evidentemente contrarias al Evangelio predicado por Jesús y explicado por Pablo al decir: “el justo vivirá a base de la fe” (Rom 1.17b). En síntesis, la fe en la obra redentora de Jesús es la base de nuestra justificación y la base de nuestra santificación (cf. Gal 3. 2-9). En otras palabras, el que nos hace justos es el mismo que nos hace santos. Cualquier norma humana, por muy asumida históricamente que sea, no puede tomar el lugar ni tener el valor de la fe puesta en Jesús y su obra redentora.
El problema de la iglesia homogénea
Como se dijo antes, muchas veces la iglesia local es homologada a una institución cualquiera, sobre todo con alguna institución armada. Sin embargo, la Biblia está lejos de mostrarnos a una iglesia homogénea. Un vistazo al capítulo 14 de Romanos nos muestra que, en síntesis, una iglesia no es una comunidad donde todos tienen las mismas convicciones respecto a prácticas culturales externas (como lo que comen y beben, en el caso de los romanos), sino que es una comunidad donde personas libres comparten sus vidas a pesar de sus diferencias, unidos por el vínculo de la paz y el amor.
A los que pretenden hacer que todos los miembros de una iglesia local se comporten y vistan de la misma manera (tanto dentro como fuera de los cultos) Pablo les respondería que: “el reino de Dios no consiste en comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (v.17).
Finalmente, queda preguntarse, como pentecostal, si “el Espíritu Santo es quien me motiva a vestir de cierta manera” o si el cambio de apariencia es una señal de que “el Espíritu está obrando en mi vida”. A propósito del texto citado de Pablo, la vida dentro del reino de Dios tiene más que ver con una vida semejante a la de Jesús que con una vida siguiendo normas humanas. Precisamente Jesús, quien vivió siempre en dependencia del Espíritu, fue alguien que habló y actuó contra las normas de su época.
Cualquiera que lea los Evangelios se dará cuenta de que Jesús fue “atrevido” y rompió con muchas normas históricamente aceptadas por su comunidad (Mar 2. 23-28; Jn 5. 1-18). Obviamente, su “irreverencia”, por así decirlo, se explica por su carácter mesiánico, pero si hay algo que Jesús y sus apóstoles nos dejaron claro es que a Dios no lo podemos engañar con apariencias ni con un cumplimiento estricto de normas humanas, nos enseñaron que la ley del Reino es el amor (cf. Mar 12. 31; Gal 5. 14; Stg 2. 8) y que cualquier cosa que atenta contra esta ley, por muy dotada de sabiduría que sea, debe ser desechada (cf. Col 2. 16-23).
No puedo terminar sin antes dar a conocer mi posición respecto al tema: sugiero que cada iglesia local deje a libre elección de sus miembros el cómo vestirse en su vida cotidiana y dentro de los cultos; que aquellos que se visten formalmente de acuerdo a la tradición, no juzguen, sino que toleren y amen a los que no se visten como ellos y viceversa. Pienso que cuando una iglesia coarta la libertad de sus miembros ha perdido el rumbo y no está siendo fiel al Evangelio de Jesús.
*Estudiante de Licenciatura en Teología del Seminario Teológico Presbiteriano JMG y de Licenciatura en Filosofía en la U. Católica de la Santísima Concepción. Miembro de la Iglesia Evangélica Pentecostal.