Por Crisóstomo Barría Cerpa*
A un año de haber sido bautizado como cristiano ortodoxo, sin el propósito de demeritar las demás confesiones y deseando profundamente que nada de lo que diga hiera a mis amigos, familiares y lectores, que quizás tienen otra opción de fe, me siento con el deber de abrir mi corazón para explicar porqué hace un año fui bautizado y crismado como cristiano ortodoxo y porqué he echado raíces en esta Iglesia a la que amo.
Antes que nada, diré que la Gracia de Dios me ha traído a este redil. Porque nadie se acerca a las cosas espirituales si no es porque el Espíritu Santo lo atrae a ellas.
Como cristiano evangélico de raíces aliancistas por un lado y pentecostales por el otro, sentía en mi interior el deseo de escudriñar en las cosas divinas, en la Palabra de Dios y la sana doctrina, e igualmente sentía las ansias de vivir una vida en el Espíritu y experimentar la realidad de la iglesia primitiva.
En el libro de Hechos veía el desplante de dones de ciencia y sabiduría aunados con el poder del Espíritu Santo obrando todo tipo de maravillas en una iglesia profundamente unida. Pero en la realidad que yo observaba, veía que la iglesia estaba dividida. Consideraba que la búsqueda de la ciencia y la sabiduría teológica estaba en los sectores más bautistas o reformados, y que el poder de Dios se hallaba en los sectores pentecostales. Frecuentemente veía que esta polarización generaba desequilibrios.
Por un lado, una tendencia al racionalismo y una postura cesacionista en relación a los dones espirituales (en los sectores más tradicionales) y en el otro sector una tendencia al desorden y una actitud reacia hacia la teología que trae consigo muchas malas consecuencias. También hay denominaciones de tendencia modernista que intentan hacer una síntesis entre estos polos. Pero según observé, por su batalla constante contra lo que llaman «estructura» y la búsqueda permanente de la novedad, estas denominaciones no tienen defensa alguna contra el germen de las herejías, que de cierto modo evitan, pero lamentablemente muchas pasan de largo.
Yo he amado estas congregaciones y las amo; sé que tienen celo por Dios y muchos han tenido auténticas experiencias de conversión pues sus vidas y familias han cambiado. Pero esto mismo confirmaba en mí el dolor por la enorme tendencia al cisma y la proliferación de desviaciones doctrinales que dañan fatalmente al seguidor de Jesús.
Yo sentía que el cuerpo de Cristo estaba como descuartizado. La división creciente de la iglesia me entristecía el alma y no hallaba el porqué de esta tan grande división hasta que busqué respuestas en la historia, haciendo casa del consejo profético de Jeremías: «Así dijo el Señor: Paraos en los caminos, y mirad, y preguntad por las sendas antiguas, cuál sea el buen camino, y andad por él, y hallaréis descanso para vuestra alma» (Jer. 6:16).
Como subiendo río arriba, me fui hallando con aguas cada vez más puras. Hallé la reforma protestante, en la que vi más claridad de mirada que en la de mi entorno eclesial actual, pero vi también allí la raíz de la división que factualmente se multiplicó hasta nuestros días en que más de 3.000 iglesias evangélicas están anotadas en los registros de culto en Chile.
Por otra parte, entender la reforma en sus dimensiones políticas me hizo saber también que tras las demandas de Lutero a la Iglesia Romana había grandes intereses políticos que transformaron lo que debiera haber sido una purificación de la Iglesia Católica Romana en una revolución tan sangrienta como la Revolución francesa. Así mismo, vi que el trabajo propagandístico de la Reforma era mordazmente violento, lleno de sátira y exageraciones. Me era muy difícil ver allí la sabiduría del cielo de la que el Apóstol Santiago dijo que es «Primeramente pura, santa, pacífica, llena de misericordia y de buenos frutos […]»(San. 3:17). Y sobre esta misma carta, supe que el mismo Martin Lutero la categorizaba como epístola de paja, como nada en comparación a Romanos o Efesios.
Bebí de esas aguas, de su teología y de su conducta y práctica, pero tenía más sed.
Miré a la Iglesia Católica Romana y coincidí con Lutero en la mayoría de sus demandas y en otras no. La institución ciertamente se había corrompido. Y me preguntaba, ¿cómo es que la Iglesia había caído en esas bajezas? ¿No estaba escrito en la Biblia que las puertas del infierno no prevalecerían contra ella?
Entonces subí más arriba en el río y todo se hizo más claro cuando vi que a comienzos del siglo décimo, la Iglesia Católica Romana se había separado del resto de la Iglesia y que, seguido de su separación, implementó reformas que hasta el día de hoy tienen consecuencias: por ejemplo, el celibato obligatorio de los sacerdotes, la supremacía papal que antaño solo era primacía entre los obispos y la adición de la cláusula “filioque” al Credo Niceno, medida que provocó una ruptura con el antiguo entendimiento apostólico y patrístico de la persona y obra del Espíritu Santo en la Trinidad.
Y aquí fue cuando la vi, a la que es mi actual Iglesia, que celosamente había transmitido como un fuego encendido la fe de los apóstoles en medio de muchos obstáculos y abundante sangre derramada.
Un día en la Universidad del Comahue de Neuquén, Argentina, hurgando entre los libros encontré uno que me llamó la atención: «Apología contra los gentiles en favor de la fe cristiana» de Tertuliano. Era un libro cristiano escrito en el segundo siglo de nuestra era para persuadir a las autoridades del Imperio Romano de dejar de perseguir y martirizar a los cristianos.
A medida que avanzaba, este libro me cautivaba más y más. Estaba escuchando la mente de los cristianos del siglo segundo y mi corazón ardía. Yo no sabía nada de ellos hasta ese momento, pero eran los que tomaron el testimonio de los apóstoles. Concordaban profundamente con la Iglesia del libro de Hechos pues eran la misma Iglesia, que continuó el legado apostólico.
Leía a Tertuliano hablando de sus hermanos cristianos, de sus costumbres y creencias. Y los sentí hermanos míos. Había tanto que concordaba con lo que yo entendía y muchas cosas que yo no comprendía, pero de algo estaba seguro: ahí estaba el Espíritu Santo.
Leí más textos de la iglesia primitiva como El pastor de Hermas y la Didaché. También leí a los Padres Apostólicos, quienes pastorearon a la Iglesia inmediatamente después de los apóstoles, como San Policarpo, San Justino y Clemente de Alejandría, y a los Padres Apologistas. Estos libros no son parte del Canon bíblico, pero son iluminadores para entender a la Iglesia que le dio el contexto a la Biblia, la iglesia que la escribió, compiló, tradujo y preservó.
Esta Iglesia era la misma que nació en pentecostés, realmente unida por el cuerpo y la sangre de Cristo. Sus miembros en la tierra eran humanos y como tales, en lucha constante contra el pecado, pero santificados por la gracia divina administrada en los sacramentos.
Después de bastante oración, investigación y conversaciones, concluí que esta antigua Iglesia concordaba con la Iglesia Ortodoxa. Los del Camino habían seguido caminando por dos mil años. Aquí los que están en la gloria del Señor y los que pisan la tierra son uno, unidos por Cristo mismo, quien es Dios de todos. Esta es la Iglesia que fue construida sobre la piedra angular que es Jesús, afirmada sobre el fundamento de los apóstoles y profetas y apacentada por los Padres de la Iglesia (obispos, presbíteros y diáconos), quienes siguen las pisadas de los Santos Apóstoles.
Esta es la Iglesia radiante que predica a Cristo entronizado y todopoderoso que venció a la muerte. Esta es la Iglesia que alaba con sublimes melodías a Dios y con vivos colores y figuras muestra la Imagen del Padre que se hizo carne y materia para santificar el mundo material e inmaterial.
Aquí muchas enseñanzas que había adquirido durante mi niñez y adolescencia como cristiano evangélico han sido confirmadas y potenciadas. Mi Padre Espiritual me dijo en mis primeras conversaciones que no debía desaprender nada de lo que había aprendido como evangélico, sino que estaba en este lugar para completar lo que me hacía falta.
Por tanto, mi respeto y devoción por las Sagradas Escrituras ha crecido y la Biblia misma se me ha abierto como nunca antes. Me he conmovido más frecuentemente por el evangelio y he contemplado la gloria de sus palabras en la Divina Liturgia, cuando escoltado por la luz de las velas en las manos del Sacerdote nos es entregado como el más sublime y poderoso de los himnos.
La vida de oración que desde pequeño me había sido inculcada por mis padres me ha sido de mucho provecho para aproximarme a las profundidades de la Oración del Corazón. Esta es una oración incesante por la que el corazón y la respiración se acostumbran a invocar constantemente al Señor en la búsqueda de su Gracia y misericordia.
Así mismo, la oración espontánea en la que fui formado ha sido complementada por la oración litúrgica en que uno mi voz a la de millares de hombres, mujeres y ángeles. Así hacemos nuestras las certeras palabras de otras personas llenas del Espíritu Santo que se dirigieron al Altísimo con tal humildad que fueron saturados de su Gracia y revestidos de su poder para vencer sus propias pasiones y ser librados del maligno.
Yo, indigno pecador, fui pastoreado a estos verdes pastos donde mi corazón es ensanchado. Hasta lágrimas corren de mis ojos en gratitud porque Dios ha tenido mucha misericordia de mí. Esta es mi casa, abierta a quien quiera compartir el pan y el vino con mi Señor y con mi familia. Esta comida se ha hecho mi más grande alegría porque me une completamente a Cristo Dios y a su Iglesia como un pámpano a la Vid.
Sin más que agregar y esperando que lo que escribí sea de edificación, quiero dar las gracias al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo porque a Él pertenece la gloria y la honra por los siglos de los siglos. Amén.
Que la Paz del Señor sea con todos nosotros.
*Miembro de la Iglesia Ortodoxa Rusa San Siluán del Monte Atos, Chiguayante, Concepción.