por Rev. Jonathan Muñoz Vásquez, Pastor presbiteriano
Se dice que cuando la opinión pública tiende a dividirse en dos extremos opuestos, nos estamos encontrando cara a cara con la polarización política. Esta definición, tan higiénica y de manual, no da cuenta del rompimiento de amistades, los distanciamientos familiares y, en el caso de evangélicos, el quiebre en las iglesias que esta polarización trae consigo. A pesar de sus nefastas consecuencias, este es uno de los fenómenos más visibles en nuestra sociedad actual, que está lejos de ser exclusivo de Chile, y que por también está lejos de ser exclusivo de personas con una militancia política oficial.
La polarización política brota de una creciente percepción en los ciudadanos de que el diálogo, el encuentro y la colaboración ciudadana entre grupos de convicciones políticas distintas -que serían características propias de lo que se llama la “política tradicional”- se hacen cada vez menos deseables. Esto se da ya sea por la incapacidad que dicho diálogo tendría para generar las transformaciones sociales que se requieren para un país más justo o porque, mediante dicho encuentro se van abriendo paso y ganando terreno visiones y propuestas dañinas para la sociedad, que minan convicciones fundamentales acerca del orden, el buen gobierno, la familia, la sexualidad y la vida humana.
Algunos dicen: “ya nos cansamos del encuentro político entre las facciones tradicionales de izquierda y de derecha porque solo ha servido para perpetuar los privilegios de las élites y así no realizar ningún cambio sustancial hacia una sociedad más justa e igualitaria”. En otros casos, se dice: “hay que cortar todo diálogo con los políticamente correctos que traen bajo la manga planes y maquinaciones del progresismo global cuyo objetivo es destruir a la familia tradicional, irrespetar la vida humana y coartar las libertades individuales”. En ambos casos, el resultado inevitable es tender a ir hacia los extremos políticos e ir cortando los puentes que hacen posible el diálogo. De a poco se empiezan a legitimar la violencia, tanto física como verbal, las fake news y el falso testimonio.
La idea de una plaza pública que sirva de centro de encuentro entre facciones opuestas, se vuelve así cada vez más desprestigiada, ya sea por causa de teorías conspiranoicas contra el globalismo -como se hace notorio en el discurso de buena parte del electorado original de José A. Kast-, o mediante la radicalización del discurso ideológico refundacionista -como se hace notorio en buena parte del electorado original de Gabriel Boric-. Hablo de electorado “original” porque me parece que hoy, a pocos días de la segunda vuelta ambos candidatos han logrado atraer una gran cantidad de nuevos electores de posiciones más moderadas, mediante la propia moderación de sus discursos y propuestas. Esto último, personalmente, me parece sumamente positivo.
Hablando más intencionalmente a mis hermanas y hermanos evangélicos: ¿qué podemos decir de la polarización política actual cuando ella nos divide y separa entre miembros del Cuerpo de Cristo? ¿Es correcto que conversaciones sobre política entre cristianos terminen en roces personales, distanciamientos y hasta enemistades? ¿Estará bien que el manifestar mi opción política sea visto de inmediato como una provocación personal por parte de mis hermanos en la fe? ¿Será correcto que gastemos saliva, energías y tiempo frente a una pantalla para elaborar rebuscados argumentos acerca de por qué los demás cristianos tendrían un supuesto «deber ético y espiritual» de votar por mi opción política porque mi candidato es un enviado del Señor para estos tiempos o porque el otro candidato es diabólico y votar por él sería volverme enemigo de los propósitos de Dios?
Estoy plenamente convencido que nada de lo recién descrito está bien, sin embargo es lo que hemos visto ocurrir en el último tiempo en iglesias y familias evangélicas. Arriesgo a continuación, como pastor de una congregación políticamente diversa, algunos puntos para que entendamos lo que puede estar ocurriendo por detrás de este fenómeno:
- Quienes adscribimos a la visión evangélica de que la Biblia es la Palabra de Dios y nuestra única regla de fe y práctica para la totalidad de la vida, debemos comenzar a considerar la polarización política como algo más que un fenómeno estrictamente político, sociológico, antropológico o, incluso, moral, ya que, aunque tiene aristas en todos esos aspectos, me parece que es primariamente un fenómeno espiritual, una transgresión al primer mandamiento: una idolatría. Las razones para esto son varias, pero una cosa es clara: para muchos chilenos los proyectos político-ideológicos se han vuelto LA esperanza de una vida plena. Decir, pensar o presuponer que sólo habrá vida plena para mí, para mi familia y para mi país, por un lado, “si se lleva a cabo una refundación de las instituciones políticas y económicas de nuestro país a fin de construir una sociedad más justa” ó, por otro lado, “si se neutraliza tal o cual amenaza contra el orden, la libertad, la vida o la familia” significa poner la esperanza en procesos históricos conducidos por los esfuerzos del intelecto y la voluntad humanas. No se hace necesario endiosar a un candidato para caer en idolatría política, basta con abrazar sucedáneos de esperanza escatológica, que encandilan con el brillo de promesas de una sociedad más justa, igualitaria, libre, próspera y moralmente recta y que nos hacen desviar el corazón de la esperanza del regreso de Cristo y el avance de Su Reino. En mi visión pastoral, lo primero que debemos comenzar a hacer, por lo tanto, es examinar el propio corazón en toda su profundidad, más allá de las convicciones doctrinales racionales y preguntarnos -como nos enseñan clásicos de la vida cristiana como Jonathan Edwards, John Owen y Thomas Watson- si no será que nuestros afectos, amores, anhelos e imaginación están más capturados por un ideal ideológico-político humano que por una visión gloriosa de Cristo manifestado en la historia y en el mundo. En caso de ser así, ya hemos comenzado a pecar de idolatría y debemos arrepentirnos.
- En el caso de una buena parte de mis hermanos evangélicos, mucha de esa idolatría se sustenta en una visión esencialmente dualista, según la cual la fe en Cristo solo refiere directamente a realidades espirituales atemporales, etéreas, de devoción personal y de vida eterna extracórporea y extraterrena. En otras palabras, la fe de estas hermanas y hermanos solo se resumiría a sentimientos personales de devoción a Dios que se encienden durante el culto o los momentos de oración personal y con una esperanza solo reducida a: “mi alma se irá al cielo después que me muera”. Esto deja el espacio libre para que sus convicciones, anhelos y deseos de un mejor futuro terrenal para ellos, para sus hijos y para su país no estén moldeados por una visión del actuar de Dios en la historia mediante Jesucristo, sino por su adscripción o preferencia política. En este evangelicalismo dualista, la vida espiritual y la vida política tienden a concebirse como cuartos totalmente separados, donde tal vez haya algún estrecho tubo de ventilación que conecte un cuarto con el otro, como podría suceder cuando una determinada acción en política se considera inmoral a la luz de los mandamientos de Dios en Su Palabra (mentira, robo, cohecho, traición, etc.). Pero aparte de ese aspecto estrictamente moral, su concepto de qué es la justicia, qué es el mal, qué es la libertad, cómo valorar el crecimiento económico, qué es la igualdad, qué es la opresión, cómo concebir el progreso social, etc. están moldeados por conceptos cuyos presupuestos básicos muchas veces se originan en convicciones incompatibles con la visión que la Escritura presenta del ser humano y del mundo. Como ministro de la Palabra, en el caso de estos hermanos, me parece que un acercamiento integral a la Escritura, más allá de verla como un mero manual de salvación y ética personales, se hace imprescindible. Creo que necesitan comenzar a ver y entender que la Biblia es ni más ni menos que la verdadera historia del mundo, que nos provee un marco completo para la totalidad de la existencia, que ciertamente nos guía mediante preceptos explícitos o mediante principios generales que debemos saber aplicar a nuestra realidad histórica y social, pero sobre todo que la Palabra de Dios es un relato omniabarcante que nos permite entender que la totalidad de la realidad que habitamos fue creada por Dios Padre Todopoderoso, ha sido dañada en su totalidad a causa del pecado y la rebeldía humanas y que está siendo plenamente restaurada en Jesucristo, mediante el poder del Espíritu Santo, hasta ese día glorioso en que el Rey de Reyes volverá e instaurará un nuevo cielo y una nueva tierra donde moran la justicia.
- Por otro lado, y en contraste con los hermanos recientemente mencionados, tenemos aquellos cristianos que evitan el dualismo, pero que caen en la idolatría de la polarización política porque confunden el avance del Reino de Dios en la historia con el avance de una agenda política específica, sea esta más de conservadurismo y orden social o sea una agenda más de progreso y justicia social. Así, para algunos, una agenda conservadora pro-familia tradicional y antiaborto es inmediatamente identificada como la agenda de Cristo para nuestras democracias occidentales, mientras que para otros una agenda más progresista que busque la eliminación de las desigualdades entre los seres humanos y que avance hacia la liberación de todo tipo de opresión, es vista como más acorde con la agenda del Reino de Jesús. «Busca primero el Reino de Dios y su justicia» termina siendo el lema favorito de ambos bandos, pero el problema está en que cada uno concibe el Reino de Dios con énfasis distintos.
En unos pareciera primar la perspectiva de todo lo que el Reino YA AVANZÓ en la historia. Aspectos como: la visión clara de que ni el estado ni el César son divinos y que los gobernantes están sujetos a Dios, la eliminación de prácticas paganas como el infanticidio y la poligamia, el concepto del matrimonio como institución divinamente ordenada, un orden jurídico institucional que permite al acusado defenderse, etc. son vistos, con justa razón, como avances que el cristianismo universal trajo a las sociedades occidentales. Y si enfocamos en avances asociados específicamente al cristianismo protestante, nos encontramos, además, con el rechazo a la tiranía y el establecimiento de las democracias modernas, así como el florecimiento del comercio, de las universidades y de las sociedades científicas libres de tutela estatal. Por lo tanto, cuando en el horizonte actual se contempla amenazante el avance de una agenda progresista que parece estar disparando constantemente contra esos valores cristianos que están a la base del desarrollo del Occidente moderno, entonces una alternativa política conservadora, que abiertamente se proponga dar la batalla para preservar estas instituciones y los valores que las hicieron posibles, les parece la única adscripción válida para un cristiano.
En otros creyentes, sin embargo, parece primar la perspectiva de todo lo que el Reino AÚN TIENE QUE AVANZAR. La pobreza patente en el aumento de las personas en situación de calle y de los campamentos en la periferia de la ciudad; el trato vejatorio y abusivo normalizado culturalmente hacia las mujeres; la violencia contra migrantes, niños, niñas, adolescentes y minorías sexuales; la evidente desigualdad de oportunidades que se puede comprobar en materias como educación, salud, acceso a la vivienda, pensiones y, más lamentable aún: la triste complicidad que no pocas jerarquías eclesiásticas de distintas denominaciones y tradiciones muestran hacia abusos e injusticias, para muchos pone de manifiesto que los conservadurismos políticos, más que defender valores cristianos, parecen estar defendiendo privilegios tradicionales de ciertas élites sociales, económicas y raciales. Para estos cristianos la única alternativa legítima para un discípulo de Cristo termina siendo apoyar una opción política que busque barrer con estas injusticias y traer liberación a los oprimidos mediante las estrategias y armas propias de la política más progresista.
Para los creyentes que caen en la polarización porque confunden el Reino de Cristo con el fortalecimiento de una agenda política X (sea conservadora o progresista), la prescripción pastoral que yo indicaría sería escudriñar detenidamente qué es el Reino de Dios según Su Palabra, desde el Antiguo y hasta el Nuevo Testamento y cuáles son, según la misma Biblia, las estrategias mediante las cuales este Reino avanza, que ya que no son armas ni astucias humanas, sino el poder sobrenatural del Espíritu Santo. Junto con esto recomendaría también que adquieran una visión histórica mejor informada y más sobria que les permita tanto valorar lo que el Reino de Dios ya avanzó como reconocer todo lo que aún falta por avanzar. Tengo la impresión que esta podría ser una manera por la cual, sin abandonar ni cambiar su opción política, al menos estos creyentes evitarían enemistarse con sus hermanos en Cristo que tienen una visión política opuesta. Es verdad que Cristo dijo que traería espada al mundo y que por causa de Su Reino podríamos hasta perder padre, madre e hijos. El problema no es eso en sí, sino el hecho de que terminemos enemistándonos por algo que creemos ser el Reino, pero que en realidad no pasa de una colcha de retazos cosida con textos bíblicos sacados de contexto y una visión torcida de quién es Jesús y en qué consiste el avance de Su propósito redentor en la historia.
Es imposible abordar la totalidad del fenómeno de la polarización política entre evangélicos en un breve texto, sin embargo, si efectivamente el problema de fondo es la idolatría entonces mucho de la solución vendrá de derribar de su altar a la política misma. Necesitamos despojar a la política de su halo de divinidad y dejar de verla como el terrible demonio que devorará nuestras vidas o la diosa clemente que nos rescatará de la miseria humana.
Hubo un tiempo, décadas atrás, que la política era vista como el fútbol: un asunto de meras preferencias personales. No estoy de acuerdo con esto ni estoy abogando porque volvamos a esa simplificación burda, ya que efectivamente la política, a diferencia del fútbol, sí tiene consecuencias directas en la vida de todos nosotros: en nuestro trabajo, nuestras pensiones y ahorros, nuestra educación, nuestro acceso a la atención médica oportuna, etc. Fue necesario, en otro momento, volver a valorar la política como una actividad humana fundamental para promover el bienestar. Tengo convicción de esto. Sin embargo, los tiempos han cambiado y el péndulo se ha ido al otro extremo: hoy la política es vista como una diosa y si hay algo que, supuestamente los evangélicos no toleramos es encenderle velas a cuadros y estatuas de yeso. Pues bien, ¡seamos consistentes y no encendamos velas a la política! Me parece que hoy, más que nunca, necesitamos que la política vuelva a ser concebida como el simple ponernos de acuerdo acerca de cómo organizamos el poder en la polis (la ciudad) a fin de promover el bienestar. Ya que, nos guste o no, compartimos en esta gran polis llamada Chile una vida común con mujeres, hombres, niños, jóvenes y ancianos que tienen toda clase de valores, creencias, convicciones e ideas muy distintas a las nuestras.
Cancelar al otro, organizar y apoyar funas, exponer al oponente político en redes sociales mediante fake news, exageraciones y videos de 15 segundos sacados de contexto, justificar la violencia desatada en las calles o la agresividad sarcástica en los discursos, dar rienda suelta al falso testimonio, etc. es intentar que mi sector político se imponga desde una lógica de guerra religiosa-cultural sobre el otro y esto solo llevará a la destrucción de la polis que es de todos nosotros. Me parece que como creyentes en el Señor de la historia, no podemos permitir que eso ocurra, ya que Él mismo nos exhortó claramente en Su Palabra: “procurad el bienestar de la ciudad a la cual os hice transportar, y rogad por ella a Jehová; porque en su bienestar tendréis vosotros bienestar” (Jeremías 29:7).